“¡Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo!”
(Gálatas 6, 14)
Muchos son los temas que se podrían tratar en un escrito como éste. Pero, de entre todos, me gustaría compartir con todos los miembros de la comunidad diaconal de nuestra querida Archidiócesis, algunos pensamientos acerca del tiempo litúrgico que estamos viviendo, y que enlazan directamente con el gran misterio que celebraremos dentro de varias semanas. Espero que os ayuden a vivir con mayor intensidad y fervor este tiempo sagrado. Para ello, me gustaría partir del siguiente relato del evangelista San Lucas: “Tomando consigo a los doce, les dijo: Mirad, subimos a Jerusalén, y se cumplirán todas las cosas que han sido escritas por medio de los Profetas acerca del Hijo del Hombre: será entregado a los gentiles y se burlarán de él, será insultado y escupido, y, después de azotarlo, lo matarán, y al tercer día resucitará. Pero ellos no comprendieron nada de esto: era éste un lenguaje que les resultaba incomprensible, y no entendían las cosas que decía” (Lc 18, 31-34).
Es curioso, esta manera de hablar de Cristo aparece en varias ocasiones a lo largo de los evangelios, son los llamados “anuncios de la pasión” (cf. Lc 9, 22. 44; 12, 50; 13, 32; 17, 25), y en todos ellos, nos encontramos con la misma reacción de los apóstoles: no entendían nada y además tenían miedo de preguntarle. En todos estos pasajes evangélicos aparece el Señor revelando su pasión y muerte con cierta timidez, con cierto reparo. Fíjense que ha aguardado a que llegue el tercer año de su vida pública para empezar a hablar de ella, porque sabe que precisamente su pasión había de ser piedra de escándalo para las almas buenas. Él sabía que muchas de estas personas se alejarían de Él, o le abandonarían, o recorrerían el camino de la perfección con cierta tibieza y perezosamente por horror de la cruz. Es por ello por lo que pienso que nos encontramos en todos estos textos con una enseñanza que puede ser muy provechosa para meditar durante este tiempo de cuaresma. Miren, los apóstoles eran muy buena gente, habían hecho cosas generosísimas por seguir al Señor, recuerden que lo habían dejado todo y que durante tres años habían vivido junto a Jesús, habían estado pendientes de Él día y noche, y buscaban en todo agradarle, tenían entusiasmo por Él y hasta fervores de martirio, recordemos, al respecto, aquellas palabras que Tomás dirigió en cierta ocasión a sus compañeros: “Vayamos a morir con Él”. Bien, todo esto es innegable que se daba en la vida de los Doce. Pero tuvieron un punto en el que hicieron sufrir mucho al Señor, y que no fue un punto cualquiera, sino fundamental para el verdadero seguimiento del Maestro. Algo que los cuatro evangelistas refieren en varias ocasiones y que es para nosotros motivo de reflexión en este mensaje de cuaresma. Me refiero, concretamente, a que los discípulos nunca llegaron a entender el misterio del Calvario. Miren, se fue el Señor de este mundo sin que ellos comprendiesen en toda su hondura el misterio de su pasión y muerte en cruz. Parece como si la pasión y la muerte de Cristo en la cruz hubiese truncado todas sus expectativas, y hubiese variado el rumbo de sus vidas en ciento ochenta grados. Después que le vieron muerto y resucitado, de alguna manera, parece que entendieron algo, pero ni aún así, fueron capaces de asimilarlo. Ni siquiera, entonces, les entró en el alma la convicción de que para ellos lo definitivo era entrar de lleno en este misterio y ponerse en este espíritu. Fue sólo, después de Pentecostés, cuando se enteraron, cuando lo comprendieron y se entregaron de lleno a él. Tanto es así, que al final todos dieron la vida por el Señor; padeciendo verdaderos martirios, persecuciones y tormentos, en definitiva, verdaderas pasiones de Cristo.
Pues bien, fíjense, como nuestra vida espiritual, en cierto sentido, reproduce la vida terrena de Cristo. El proceso de la vida espiritual cristiana suele pasar por estas etapas que aparecen en la vida de nuestro Señor. La vida espiritual en su principio se parece a Belén, con algunas renuncias, buenos propósitos, deseos santos, decisiones firmes… Recuerden, al respecto, el hecho de haber renunciado a muchas cosas por ponerse al servicio de la iglesia mediante el ministerio del diaconado. Después viene Nazaret con su paz, silencio, con sus virtudes serenas y suaves, plácidas y menudas. Hay momentos de tempestad, en los que la barca empieza a tambalearse y a dar bandazos; es entonces, cuando se ponen de manifiesto las virtudes más sólidas, más arraigadas, que son, de hecho, las que permanecen y no se van a la deriva. Pero lo que yo quiero decirles, y es donde quisiera llegar y que todos comprendiésemos de verdad, porque es donde se encuentra la enseñanza principal de este mensaje, es esto: que por más vueltas que le demos, no llegaremos a madurar del todo, no nos afianzaremos verdaderamente en la virtud, hasta que no nos pongamos en el misterio del Calvario, hasta que las virtudes que ejercitemos no sean “virtudes de Calvario”. Esas son ya virtudes sólidas, virtudes perfectas. Me refiero a que el Señor manifestó sus virtudes siempre, en Belén, en Nazaret, en Cafarnaún, pero no cabe duda, que todas ellas llevan el sello del más perfecto heroísmo en el Calvario. De manera, que Él quiere que sus discípulos nos guiemos por estos principios a la luz de su Calvario.
Deberíamos meditar hondamente esta verdad de nuestra fe porque al igual que a los doce el que Cristo muera en la cruz, el que su poder y su fuerza se manifieste en la debilidad, el que tengamos que pasar por el camino del desprendimiento, el que la iglesia tenga que sufrir incomprensiones y persecuciones por ser fiel a Cristo, nos parece algo insensato. Igual que a los judíos también a nosotros nos escandaliza la cruz. O como a los griegos nos parece una necedad. Si recuerdan el pasaje de los discípulos de Emaús, hay un momento en el que los dos discípulos vuelven a su aldea llenos de desencanto: “Nosotros esperábamos que él fuera el libertador de Israel. Y sin embargo, ya hace tres días que esto ocurrió”. Para estos dos discípulos todo ha terminado. Han visto a Cristo crucificado y abandonan Jerusalén. Los dos han caído en el desencanto de ver a su maestro muerto en el patíbulo de la cruz. Han perdido la fe en Jesús por el escándalo de la cruz.
Sin embargo, aún así, el Señor se atreve a hablar de su pasión, y de hecho lo hace en varias ocasiones. Él no quiere que vivamos engañados, ciegos, llenos de vanas ilusiones; sino que nos convenzamos de que el camino que conduce a la gloria, atraviesa necesariamente, por el Calvario. Esta es una doctrina muy provechosa para la vida espiritual, y más para la vida de un ministro de la iglesia que tendrá que iluminar, orientar y guiar a muchas personas que estén pasando por cañadas oscuras, como dice el salmo. Miren: la doctrina general de la vida espiritual de que más o menos pronto, antes o después, tiene que pasar por el Calvario, de que lo mejor es la cruz de Cristo, porque allí está la mayor prueba de amor y en su aceptación voluntaria radica nuestra santificación; digo que esta doctrina no la rechaza nadie.
Pero, intentemos ahondar un poco más en este misterio de nuestra salvación. En este diálogo encontramos unas palabras que el Señor dirigió a sus discípulos, y que a mi parecer, fueron unas importantes palabras de enseñanza y de exhortación. Seguramente no haya en todo el evangelio unas palabras que toquen con tanta hondura a la misma entraña de la santidad cristiana. De hecho los tres evangelistas nos las han conservado, con algunas pequeñas variaciones. “El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mt 16, 24).
Notemos la relación estrecha que hay entre esta frase de nuestro Señor y lo que anteriormente hemos ido comentando, y que el mismo Señor había hablado con todos sus discípulos y particularmente con San Pedro. Dice el evangelista que el Señor les habló “ex professo”, cómo había de ir a Jerusalén y allí, padecería, moriría y al tercer día, resucitaría.
Bien, cuando Pedro empleó uno de esos modos de consuelo humano que solemos emplear nosotros con las personas a quienes amamos, y le dijo de buena fe que no le sucedería aquello, que no podía ser así, el Señor respondió con gran indignación. Llamó a Pedro con un epíteto (adjetivo calificativo) muy duro: “Apártate de mí, Satanás” (Mt 16, 23), y, además, le rechazó el consuelo que el apóstol le ofrecía. Terminó su repulsa diciendo a San Pedro que él no pensaba como Dios, sino que todo lo juzgaba con criterio meramente humano. En definitiva, que no tenía una visión sobrenatural de la vida, una visión vertical; sino que todo lo juzgaba con una visión natural y horizontal, meramente humana. Y, claro está, es que al entendimiento humano le cuesta muchísimo entender el misterio de la cruz, o mejor dicho, no es posible entender la pasión y cruz de Cristo, sin el auxilio divino, sin la gracia de Dios. De ahí la repulsa de San Pedro.
Pero, fíjense cómo de esta enseñanza de Jesús se deduce una consecuencia clarísima: la íntima relación existente entre el misterio de la pasión y la cruz de Cristo y nuestra propia vida espiritual. De manera, que llegamos a la siguiente conclusión: no se puede conocer a Cristo de verdad y con hondura, no se le puede amar, hasta que no se haya conocido y amado la cruz. El que conociera la gloria de Cristo, pero no conociera la cruz de Cristo, vería las cosas con cierto criterio de carne y sangre, pero no con la sabiduría de Dios, escándalo para unos y necedad para otros. Luego para llegar nosotros al íntimo conocimiento de Jesucristo es menester que conozcamos el sagrado misterio de su cruz. Y cuando me refiero a la cruz, no me refiero simplemente al madero santo, al utensilio o al instrumento material; sino al misterio que ahí se nos revela: el infinito amor que Dios nos manifestado.
Además, hay otra cosa importante que hemos de hacer notar: la cruz de Cristo no es simplemente un objeto de admiración, no es tan sólo una materia de alabanza, de gloria, sino que es además algo de lo que hemos de apropiarnos, algo que debemos hacer nuestro, puesto que para seguir a Cristo hace falta tomar la propia cruz de cada día. Es como si el Señor nos estuviese enseñando que para que se comunique, para que transmita en nosotros su propia vida, necesitamos participar del misterio de su cruz, acercarnos a Él en la cruz, cargar con la cruz que Dios, en su divina providencia, en su infinita sabiduría y en su inefable amor, nos haya destinado, nos haya concedido, o por lo menos, haya permitido en nuestras vidas.
Es importante tener claras estas ideas para que no corramos el peligro de que se acobarde nuestro corazón, de que nos desanimemos y atemoricemos, o de que desconectemos pensando que estas enseñanzas no van con nosotros, que son demasiado exigentes y, que sólo se pueden reservar para unos cuantos más sacrificados, fervorosos, etc. El amor todo lo puede.
Ahora fíjense y verán que, aún aceptando esa doctrina general en teoría, cuando se presenta en concreto, cuando aparece ante nuestros ojos, en muchísimas ocasiones la miramos como los apóstoles miraban la cruz de Jesucristo: como algo que no puede ser, como algo que es exagerado, como algo que es fruto del pesimismo o de algo parecido. Nos pasa lo que a San Pedro: “De ningún modo esto puede ser así” (Mt. 16, 22). La cruz nos desconcierta como a los apóstoles les desconcertó. No podemos comprender que en ella esté la meta de nuestra vida terrena, el secreto de nuestra santificación, el modo de unirnos a Dios; no nos cabe en la cabeza que en ella está precisamente nuestra ganancia. Y esto, no solo sucede a las almas mundanas, sino también, y con bastante frecuencia a almas buenas, e incluso a personas muy espirituales. Amamos la cruz en general, amamos la cruz de Cristo, y ésta con toda su grandeza, con todo su heroísmo, y con toda su gloria, pero no amamos la cruz que en concreto sale a nuestro camino, la que el Señor permite en nuestra vida o nos ofrece; ahí nos quedamos desconcertados. Cuando Dios pide sacrificios costosos y grandes, cambios, vencimientos, desapegos y renuncias de cosas que llevamos muy arraigadas en el corazón, entonces no podemos, no queremos persuadirnos que ésa es la cruz santificadora que el Señor pone sobre nuestro hombro. Por eso la disposición de los apóstoles de escandalizarse de la cruz hay que saber traducirla a nuestra vida concreta, porque esta disposición de los apóstoles fácilmente se puede repetir, mejor dicho se suele repetir en muchas personas, que por otra parte creen en Dios con una gran sinceridad.
Como en los días de Pablo, hoy también “muchos andan por ahí –y lo digo con lágrimas en los ojos- como enemigos de la cruz de Cristo…” (Flp 3, 18). Y ya saben lo que San Pablo sigue diciendo de ellos: “su fin es la perdición, su dios el vientre, y su gloria la propia vergüenza…” (Flp 3, 19). San Pablo ha entendido el mensaje del Señor. “Con Cristo estoy crucificado” (Gal 2, 19). “¡Que yo nunca me gloríe más que en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo!” (Gal 6, 14). O, como les dice al dirigirse a los cristianos de Corinto, después de ir poniendo orden en medio de aquellas disputas y divisiones que había en la comunidad: “Pues no me he preciado de saber otra cosa entre vosotros sino a Jesucristo, y a éste, crucificado” (1 Cor. 2, 2). Por eso, todo lo estimaba basura comparado con el conocimiento de Cristo Jesús “a fin de conocerle a Él y la fuerza de su resurrección, y participar así de sus padecimientos, asemejándome a Él en su muerte, con la esperanza de alcanzar la resurrección de entre los muertos” (Flp 3, 10). En definitiva, queridos hermanos, siempre el mismo itinerario: a la luz de la gloria por la escala de la santa cruz de Cristo.
Les invito a que mediten todo esto, no para que sea motivo de amargura, de tristeza o de pesimismo; sino, más bien, para que anhelen imitar a Cristo en su vida y ministerio, para que descubran los muchos frutos que brotan del misterio de la cruz. Si Dios nos ha hecho la infinita misericordia de ponernos en camino espiritual con todo el cúmulo de beneficios que esto supone, es claro que no lo ha hecho así para hacernos desgraciados, sino para hacernos felices. Miren, y esto lo digo sin obsesión alguna, cuanto más cruz han tenido los santos, más hermosas han sido sus vidas, más frutos han dado a la iglesia y al mundo y más gloriosos han sido en el cielo. Entre otras cosas, porque tras la cruz, e íntimamente asociada a ella, está la gloria, la resurrección, la alegría y el gozo perfecto. “Empleado fiel y solícito entra al banquete de tu Señor”.
Por eso, les aconsejo que a la hora de intentar comprender, y sobre todo, asimilar y vivir el misterio de la cruz de Cristo, lo hagan entrando en profundidad. Me refiero a que no se queden en la hojarasca de la cruz, en lo superficial de los sufrimientos que ésta acarrea. Observen que la cruz vivida en toda su hondura y profundidad cambia considerablemente. De ser una infamia cruel a ser la máxima expresión del amor de Dios, hay una gran diferencia. De ser el patíbulo en el que se condenó a Jesús a ser el medio por el que Dios nos trajo la redención, también cambia, considerablemente. Pero todo esto exige fe. Tanto es así, y fíjense lo que nos acredita la experiencia, que las almas que han llegado más al fondo de la cruz son precisamente las que, aún estando anegadas de tribulaciones y sufrimientos, sabían elevar la cabeza y sonreír, perdonar y ponerse a servir. La cruz presenta un aspecto distinto a estas dos clases de personas. Las almas que no penetran en la profundidad del misterio de la cruz, viven sumidas en negruras, viven centradas en sí mismas, suelen ser bastante egoístas, egocéntricas y, por ende, orgullosas y soberbias. Mientras que las que viven con esa hondura la cruz suelen ser trasparentes y claras, viviendo centradas en Jesucristo y con una gran generosidad, desprendimiento, serviciales y humildes. La vida espiritual de las primeras está como raquítica, mientras que las segundas, está robusta y vigorosa.
Todo ello será posible gracias al cultivo de una profunda vida espiritual, de una verdadera vida interior. Nuestro ministerio nació, principalmente, en el Cenáculo y en el Calvario. Estos son, podríamos decir, los momentos en los que Cristo instituyó el ministerio sacerdotal. Ambos momentos de intensa oración para Jesucristo. Se deduce, pues, que sólo con una intensa vida de oración podremos llegar a descubrir el misterio de la cruz.
Que este tiempo de cuaresma sea para todos nosotros una verdadera preparación al misterio de nuestra redención. Dios nos ayude a todos a ello. Os deseo una profunda y provechosa cuaresma.
Jesús Donaire Domínguez
Párroco de la Purísima Concepción de Brenes (Sevilla)
(Gálatas 6, 14)
Muchos son los temas que se podrían tratar en un escrito como éste. Pero, de entre todos, me gustaría compartir con todos los miembros de la comunidad diaconal de nuestra querida Archidiócesis, algunos pensamientos acerca del tiempo litúrgico que estamos viviendo, y que enlazan directamente con el gran misterio que celebraremos dentro de varias semanas. Espero que os ayuden a vivir con mayor intensidad y fervor este tiempo sagrado. Para ello, me gustaría partir del siguiente relato del evangelista San Lucas: “Tomando consigo a los doce, les dijo: Mirad, subimos a Jerusalén, y se cumplirán todas las cosas que han sido escritas por medio de los Profetas acerca del Hijo del Hombre: será entregado a los gentiles y se burlarán de él, será insultado y escupido, y, después de azotarlo, lo matarán, y al tercer día resucitará. Pero ellos no comprendieron nada de esto: era éste un lenguaje que les resultaba incomprensible, y no entendían las cosas que decía” (Lc 18, 31-34).
Es curioso, esta manera de hablar de Cristo aparece en varias ocasiones a lo largo de los evangelios, son los llamados “anuncios de la pasión” (cf. Lc 9, 22. 44; 12, 50; 13, 32; 17, 25), y en todos ellos, nos encontramos con la misma reacción de los apóstoles: no entendían nada y además tenían miedo de preguntarle. En todos estos pasajes evangélicos aparece el Señor revelando su pasión y muerte con cierta timidez, con cierto reparo. Fíjense que ha aguardado a que llegue el tercer año de su vida pública para empezar a hablar de ella, porque sabe que precisamente su pasión había de ser piedra de escándalo para las almas buenas. Él sabía que muchas de estas personas se alejarían de Él, o le abandonarían, o recorrerían el camino de la perfección con cierta tibieza y perezosamente por horror de la cruz. Es por ello por lo que pienso que nos encontramos en todos estos textos con una enseñanza que puede ser muy provechosa para meditar durante este tiempo de cuaresma. Miren, los apóstoles eran muy buena gente, habían hecho cosas generosísimas por seguir al Señor, recuerden que lo habían dejado todo y que durante tres años habían vivido junto a Jesús, habían estado pendientes de Él día y noche, y buscaban en todo agradarle, tenían entusiasmo por Él y hasta fervores de martirio, recordemos, al respecto, aquellas palabras que Tomás dirigió en cierta ocasión a sus compañeros: “Vayamos a morir con Él”. Bien, todo esto es innegable que se daba en la vida de los Doce. Pero tuvieron un punto en el que hicieron sufrir mucho al Señor, y que no fue un punto cualquiera, sino fundamental para el verdadero seguimiento del Maestro. Algo que los cuatro evangelistas refieren en varias ocasiones y que es para nosotros motivo de reflexión en este mensaje de cuaresma. Me refiero, concretamente, a que los discípulos nunca llegaron a entender el misterio del Calvario. Miren, se fue el Señor de este mundo sin que ellos comprendiesen en toda su hondura el misterio de su pasión y muerte en cruz. Parece como si la pasión y la muerte de Cristo en la cruz hubiese truncado todas sus expectativas, y hubiese variado el rumbo de sus vidas en ciento ochenta grados. Después que le vieron muerto y resucitado, de alguna manera, parece que entendieron algo, pero ni aún así, fueron capaces de asimilarlo. Ni siquiera, entonces, les entró en el alma la convicción de que para ellos lo definitivo era entrar de lleno en este misterio y ponerse en este espíritu. Fue sólo, después de Pentecostés, cuando se enteraron, cuando lo comprendieron y se entregaron de lleno a él. Tanto es así, que al final todos dieron la vida por el Señor; padeciendo verdaderos martirios, persecuciones y tormentos, en definitiva, verdaderas pasiones de Cristo.
Pues bien, fíjense, como nuestra vida espiritual, en cierto sentido, reproduce la vida terrena de Cristo. El proceso de la vida espiritual cristiana suele pasar por estas etapas que aparecen en la vida de nuestro Señor. La vida espiritual en su principio se parece a Belén, con algunas renuncias, buenos propósitos, deseos santos, decisiones firmes… Recuerden, al respecto, el hecho de haber renunciado a muchas cosas por ponerse al servicio de la iglesia mediante el ministerio del diaconado. Después viene Nazaret con su paz, silencio, con sus virtudes serenas y suaves, plácidas y menudas. Hay momentos de tempestad, en los que la barca empieza a tambalearse y a dar bandazos; es entonces, cuando se ponen de manifiesto las virtudes más sólidas, más arraigadas, que son, de hecho, las que permanecen y no se van a la deriva. Pero lo que yo quiero decirles, y es donde quisiera llegar y que todos comprendiésemos de verdad, porque es donde se encuentra la enseñanza principal de este mensaje, es esto: que por más vueltas que le demos, no llegaremos a madurar del todo, no nos afianzaremos verdaderamente en la virtud, hasta que no nos pongamos en el misterio del Calvario, hasta que las virtudes que ejercitemos no sean “virtudes de Calvario”. Esas son ya virtudes sólidas, virtudes perfectas. Me refiero a que el Señor manifestó sus virtudes siempre, en Belén, en Nazaret, en Cafarnaún, pero no cabe duda, que todas ellas llevan el sello del más perfecto heroísmo en el Calvario. De manera, que Él quiere que sus discípulos nos guiemos por estos principios a la luz de su Calvario.
Deberíamos meditar hondamente esta verdad de nuestra fe porque al igual que a los doce el que Cristo muera en la cruz, el que su poder y su fuerza se manifieste en la debilidad, el que tengamos que pasar por el camino del desprendimiento, el que la iglesia tenga que sufrir incomprensiones y persecuciones por ser fiel a Cristo, nos parece algo insensato. Igual que a los judíos también a nosotros nos escandaliza la cruz. O como a los griegos nos parece una necedad. Si recuerdan el pasaje de los discípulos de Emaús, hay un momento en el que los dos discípulos vuelven a su aldea llenos de desencanto: “Nosotros esperábamos que él fuera el libertador de Israel. Y sin embargo, ya hace tres días que esto ocurrió”. Para estos dos discípulos todo ha terminado. Han visto a Cristo crucificado y abandonan Jerusalén. Los dos han caído en el desencanto de ver a su maestro muerto en el patíbulo de la cruz. Han perdido la fe en Jesús por el escándalo de la cruz.
Sin embargo, aún así, el Señor se atreve a hablar de su pasión, y de hecho lo hace en varias ocasiones. Él no quiere que vivamos engañados, ciegos, llenos de vanas ilusiones; sino que nos convenzamos de que el camino que conduce a la gloria, atraviesa necesariamente, por el Calvario. Esta es una doctrina muy provechosa para la vida espiritual, y más para la vida de un ministro de la iglesia que tendrá que iluminar, orientar y guiar a muchas personas que estén pasando por cañadas oscuras, como dice el salmo. Miren: la doctrina general de la vida espiritual de que más o menos pronto, antes o después, tiene que pasar por el Calvario, de que lo mejor es la cruz de Cristo, porque allí está la mayor prueba de amor y en su aceptación voluntaria radica nuestra santificación; digo que esta doctrina no la rechaza nadie.
Pero, intentemos ahondar un poco más en este misterio de nuestra salvación. En este diálogo encontramos unas palabras que el Señor dirigió a sus discípulos, y que a mi parecer, fueron unas importantes palabras de enseñanza y de exhortación. Seguramente no haya en todo el evangelio unas palabras que toquen con tanta hondura a la misma entraña de la santidad cristiana. De hecho los tres evangelistas nos las han conservado, con algunas pequeñas variaciones. “El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mt 16, 24).
Notemos la relación estrecha que hay entre esta frase de nuestro Señor y lo que anteriormente hemos ido comentando, y que el mismo Señor había hablado con todos sus discípulos y particularmente con San Pedro. Dice el evangelista que el Señor les habló “ex professo”, cómo había de ir a Jerusalén y allí, padecería, moriría y al tercer día, resucitaría.
Bien, cuando Pedro empleó uno de esos modos de consuelo humano que solemos emplear nosotros con las personas a quienes amamos, y le dijo de buena fe que no le sucedería aquello, que no podía ser así, el Señor respondió con gran indignación. Llamó a Pedro con un epíteto (adjetivo calificativo) muy duro: “Apártate de mí, Satanás” (Mt 16, 23), y, además, le rechazó el consuelo que el apóstol le ofrecía. Terminó su repulsa diciendo a San Pedro que él no pensaba como Dios, sino que todo lo juzgaba con criterio meramente humano. En definitiva, que no tenía una visión sobrenatural de la vida, una visión vertical; sino que todo lo juzgaba con una visión natural y horizontal, meramente humana. Y, claro está, es que al entendimiento humano le cuesta muchísimo entender el misterio de la cruz, o mejor dicho, no es posible entender la pasión y cruz de Cristo, sin el auxilio divino, sin la gracia de Dios. De ahí la repulsa de San Pedro.
Pero, fíjense cómo de esta enseñanza de Jesús se deduce una consecuencia clarísima: la íntima relación existente entre el misterio de la pasión y la cruz de Cristo y nuestra propia vida espiritual. De manera, que llegamos a la siguiente conclusión: no se puede conocer a Cristo de verdad y con hondura, no se le puede amar, hasta que no se haya conocido y amado la cruz. El que conociera la gloria de Cristo, pero no conociera la cruz de Cristo, vería las cosas con cierto criterio de carne y sangre, pero no con la sabiduría de Dios, escándalo para unos y necedad para otros. Luego para llegar nosotros al íntimo conocimiento de Jesucristo es menester que conozcamos el sagrado misterio de su cruz. Y cuando me refiero a la cruz, no me refiero simplemente al madero santo, al utensilio o al instrumento material; sino al misterio que ahí se nos revela: el infinito amor que Dios nos manifestado.
Además, hay otra cosa importante que hemos de hacer notar: la cruz de Cristo no es simplemente un objeto de admiración, no es tan sólo una materia de alabanza, de gloria, sino que es además algo de lo que hemos de apropiarnos, algo que debemos hacer nuestro, puesto que para seguir a Cristo hace falta tomar la propia cruz de cada día. Es como si el Señor nos estuviese enseñando que para que se comunique, para que transmita en nosotros su propia vida, necesitamos participar del misterio de su cruz, acercarnos a Él en la cruz, cargar con la cruz que Dios, en su divina providencia, en su infinita sabiduría y en su inefable amor, nos haya destinado, nos haya concedido, o por lo menos, haya permitido en nuestras vidas.
Es importante tener claras estas ideas para que no corramos el peligro de que se acobarde nuestro corazón, de que nos desanimemos y atemoricemos, o de que desconectemos pensando que estas enseñanzas no van con nosotros, que son demasiado exigentes y, que sólo se pueden reservar para unos cuantos más sacrificados, fervorosos, etc. El amor todo lo puede.
Ahora fíjense y verán que, aún aceptando esa doctrina general en teoría, cuando se presenta en concreto, cuando aparece ante nuestros ojos, en muchísimas ocasiones la miramos como los apóstoles miraban la cruz de Jesucristo: como algo que no puede ser, como algo que es exagerado, como algo que es fruto del pesimismo o de algo parecido. Nos pasa lo que a San Pedro: “De ningún modo esto puede ser así” (Mt. 16, 22). La cruz nos desconcierta como a los apóstoles les desconcertó. No podemos comprender que en ella esté la meta de nuestra vida terrena, el secreto de nuestra santificación, el modo de unirnos a Dios; no nos cabe en la cabeza que en ella está precisamente nuestra ganancia. Y esto, no solo sucede a las almas mundanas, sino también, y con bastante frecuencia a almas buenas, e incluso a personas muy espirituales. Amamos la cruz en general, amamos la cruz de Cristo, y ésta con toda su grandeza, con todo su heroísmo, y con toda su gloria, pero no amamos la cruz que en concreto sale a nuestro camino, la que el Señor permite en nuestra vida o nos ofrece; ahí nos quedamos desconcertados. Cuando Dios pide sacrificios costosos y grandes, cambios, vencimientos, desapegos y renuncias de cosas que llevamos muy arraigadas en el corazón, entonces no podemos, no queremos persuadirnos que ésa es la cruz santificadora que el Señor pone sobre nuestro hombro. Por eso la disposición de los apóstoles de escandalizarse de la cruz hay que saber traducirla a nuestra vida concreta, porque esta disposición de los apóstoles fácilmente se puede repetir, mejor dicho se suele repetir en muchas personas, que por otra parte creen en Dios con una gran sinceridad.
Como en los días de Pablo, hoy también “muchos andan por ahí –y lo digo con lágrimas en los ojos- como enemigos de la cruz de Cristo…” (Flp 3, 18). Y ya saben lo que San Pablo sigue diciendo de ellos: “su fin es la perdición, su dios el vientre, y su gloria la propia vergüenza…” (Flp 3, 19). San Pablo ha entendido el mensaje del Señor. “Con Cristo estoy crucificado” (Gal 2, 19). “¡Que yo nunca me gloríe más que en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo!” (Gal 6, 14). O, como les dice al dirigirse a los cristianos de Corinto, después de ir poniendo orden en medio de aquellas disputas y divisiones que había en la comunidad: “Pues no me he preciado de saber otra cosa entre vosotros sino a Jesucristo, y a éste, crucificado” (1 Cor. 2, 2). Por eso, todo lo estimaba basura comparado con el conocimiento de Cristo Jesús “a fin de conocerle a Él y la fuerza de su resurrección, y participar así de sus padecimientos, asemejándome a Él en su muerte, con la esperanza de alcanzar la resurrección de entre los muertos” (Flp 3, 10). En definitiva, queridos hermanos, siempre el mismo itinerario: a la luz de la gloria por la escala de la santa cruz de Cristo.
Les invito a que mediten todo esto, no para que sea motivo de amargura, de tristeza o de pesimismo; sino, más bien, para que anhelen imitar a Cristo en su vida y ministerio, para que descubran los muchos frutos que brotan del misterio de la cruz. Si Dios nos ha hecho la infinita misericordia de ponernos en camino espiritual con todo el cúmulo de beneficios que esto supone, es claro que no lo ha hecho así para hacernos desgraciados, sino para hacernos felices. Miren, y esto lo digo sin obsesión alguna, cuanto más cruz han tenido los santos, más hermosas han sido sus vidas, más frutos han dado a la iglesia y al mundo y más gloriosos han sido en el cielo. Entre otras cosas, porque tras la cruz, e íntimamente asociada a ella, está la gloria, la resurrección, la alegría y el gozo perfecto. “Empleado fiel y solícito entra al banquete de tu Señor”.
Por eso, les aconsejo que a la hora de intentar comprender, y sobre todo, asimilar y vivir el misterio de la cruz de Cristo, lo hagan entrando en profundidad. Me refiero a que no se queden en la hojarasca de la cruz, en lo superficial de los sufrimientos que ésta acarrea. Observen que la cruz vivida en toda su hondura y profundidad cambia considerablemente. De ser una infamia cruel a ser la máxima expresión del amor de Dios, hay una gran diferencia. De ser el patíbulo en el que se condenó a Jesús a ser el medio por el que Dios nos trajo la redención, también cambia, considerablemente. Pero todo esto exige fe. Tanto es así, y fíjense lo que nos acredita la experiencia, que las almas que han llegado más al fondo de la cruz son precisamente las que, aún estando anegadas de tribulaciones y sufrimientos, sabían elevar la cabeza y sonreír, perdonar y ponerse a servir. La cruz presenta un aspecto distinto a estas dos clases de personas. Las almas que no penetran en la profundidad del misterio de la cruz, viven sumidas en negruras, viven centradas en sí mismas, suelen ser bastante egoístas, egocéntricas y, por ende, orgullosas y soberbias. Mientras que las que viven con esa hondura la cruz suelen ser trasparentes y claras, viviendo centradas en Jesucristo y con una gran generosidad, desprendimiento, serviciales y humildes. La vida espiritual de las primeras está como raquítica, mientras que las segundas, está robusta y vigorosa.
Todo ello será posible gracias al cultivo de una profunda vida espiritual, de una verdadera vida interior. Nuestro ministerio nació, principalmente, en el Cenáculo y en el Calvario. Estos son, podríamos decir, los momentos en los que Cristo instituyó el ministerio sacerdotal. Ambos momentos de intensa oración para Jesucristo. Se deduce, pues, que sólo con una intensa vida de oración podremos llegar a descubrir el misterio de la cruz.
Que este tiempo de cuaresma sea para todos nosotros una verdadera preparación al misterio de nuestra redención. Dios nos ayude a todos a ello. Os deseo una profunda y provechosa cuaresma.
Jesús Donaire Domínguez
Párroco de la Purísima Concepción de Brenes (Sevilla)