Motivos y recursos
“Amo la música, pero detesto los conciertos”, leo en el diario de un escritor catalán. Y me acuerdo de tantos creyentes que dicen amar el evangelio y apreciar su fe cristiana y, sin embargo, pasan de la eucaristía dominical. El tema viene de lejos: “No abandonemos nuestras asambleas, como algunos tienen por costumbre”, se dice en la carta a los Hebreos (10,25). Y, en contrapartida, está el testimonio de los mártires de Abitinia; arrestados un domingo por reunión ilícita, en la sangrienta persecución de Diocleciano (a.304), respondieron con toda decisión y valentía: “No podemos vivir sin celebrar el día del Señor”.
Esta honda motivación no es, desde luego, la de nuestros practicantes “ocasionales” o “festivos” que de cuando en cuando acuden a nuestras celebraciones guiados, de modo más o menos consciente, por la gratificación “a corto plazo”, por una satisfacción inmediata de orden básicamente emocional. En cambio, la fidelidad a la misa dominical se inscribe en la “larga duración”, en la dinámica de los grandes procesos de maduración del deseo, del amor, de la fe cristiana en nuestro caso. De acuerdo con el antiguo adagio de que “el cristiano no nace, se hace” (Tertuliano), la eucaristía dominical resulta un complemento indispensable de la iniciación cristiana, siempre inacabada; en ella debe activarse y alimentarse no sólo el corazón, sino también el cerebro: el creyente en su integridad.
Para ello, una exigencia fundamental es la calidad de la celebración, la significatividad de una liturgia que suscite, en nuestros días, una fuerte experiencia de Dios. Pero recientes encuestas confirman la huída de personas de buena voluntad alegando el anacronismo y la penuria de nuestras celebraciones. En efecto, hay asambleas ricas, y asambleas pobres; me refiero no a la colecta, sino a la calidad y variedad de los recursos expresivos disponibles (espacio celebrativo, lectores, cantos, homilías trabajadas, coro integrado en la asamblea, órgano con su organista, juego de luces y flores, palabra poética, silencios elocuentes...). En este sentido, y evitando el “hombre orquesta” (el cura que lo hace todo), se hace evidente la necesidad de un equipo litúrgico que atienda, de forma paciente e inteligente, la dimensión celebrativa de la comunidad. Los efectos se percibirán, sobre todo, a medio y largo plazo. De todos modos, junto al trabajo paciente, el sentido de humildad; porque, teniendo en cuenta las deficiencias de cada miembro, una asamblea cristiana es y será siempre “una asamblea que desafina”.
XABIER BASURKO