En los primeros años de la década de los noventa, del pasado siglo, siendo aún Diputado de Caridad y Acción Social de la Hermandad de Las Penas de San Vicente, de Sevilla, conocimos personalmente a la Madre María de la Purísima, Hermana de la Cruz, con su rostro lleno de abierta y limpia sonrisa. Por entonces colaborábamos de forma continua y muy cercana con la comunidad, fundamentalmente con las jóvenes internas. Todas las semanas llevábamos al convento alimentos para su distribución entre las familias más pobres; y a las jóvenes las llevábamos, una vez al mes, al cine, a algún teatro infantil, al circo, a pasear en barco por el Guadalquivir o en autobús por la ciudad, y la Madre María de la Purísima casi siempre nos acompañaba hasta la puerta de salida del convento, con su siempre sonrisa, a veces junto con la hermana Inmaculada o la hermana Dolores de la Cruz. Recuerdo que algunas tardes nos invitaban a merendar unas sabrosas magdalenas y a compartirlas con las niñas internas, y Madre María de la Purísima, mi esposa y yo nos apartábamos un poco del grupo y recuerdo que nos contaba las vivencias familiares de todas aquellas jóvenes, llenas de conflictividad y de tristezas. Hoy en día muchas de aquellas jóvenes pertenecen felizmente a la Congregación. Recuerdo que en las navidades arte de la juventud de mi hermandad nos acercábamos con un coro de campanilleros para alegrar a todas las jóvenes que se encontraban internas y sin familias y regalarles juguetes y sonrisas. Algunas tardes mi esposa y yo la visitábamos al convento y ella se agarraba a los brazos de mi esposa y charlábamos de todo lo que fuese preciso, pero hacía mucho hincapié en las familias que estaban destrozadas y muchas de ellas por culpa de la pobreza. Madre María de la Purísima caminaba lenta, haciendo un gran esfuerzo por sostenerse.
Cuando Madre María de la Purísima empezó a enfermar y su movilidad física era muy escasa, prudentemente dejamos de visitarla, no así a las niñas ni al convento. Durante los años que estuvimos colaborando con la Congregación, saqué de ella muchas y buenas conclusiones. Ella, sin lugar a dudas, era mujer de Dios, observadora, silenciosa y muy humilde, que siempre utilizaba palabras estimulantes y alentadoras. A pesar de la rigidez de las reglas de la Congregación, ella era una mujer libre y liberadora, feliz en su vocación, comprometida y contemplativa, que actuaba y respondía a la palabra de Dios con la riqueza de un dinamismo interior y creciente. No tuvo otro secreto en su vida que el del amor a los pobres, ni otro arte que el de vivir y morir amando.
Como religiosa supo vivir la realidad de una vida consagrada, dando sentido a su entrega a Dios en el fiel cumplimiento de sus votos. Si en algo destacó en su vida religiosa –que fueron muchas las cosas en destacar- fué su profundización en la oración, con ansias ardientes de vivir con Dios y con los pobres. Con cuánto amor hablaba a las jóvenes novicias, o hacía las compañías diarias a las hermanas enfermas, o ayudando a las mayores a subir los pesados peldaños de aquellas escaleras o reuniendo a las novicias para explicarles la palabra de Dios, y siempre con la mirada transparente con las niñas acogidas de su comunidad, con los más pobres, con los ancianos, enfermos o con las familias rotas. Recuerdo que me dijeron, días antes de morir, que ella sufrió terriblemente por su enfermedad, pero que su rostro lo mantuvo dulce y sonriente y su alma se fue recogiendo profundamente en el Señor mientras comulgaba; en su interior Madre María de la Purísima estaba viviendo un doloroso y callado calvario. ¡Qué grande es nuestro Dios, que nos dió a conocer y a desentrañar algo de la vida de Madre María de la Purísima, Hermana de la Cruz¡. Porque en sus acciones nos dió a conocer la profundidad de su alma. Como leí en cierta ocasión de un autor anónimo “El arte de vivir y de morir es el arte divino de amar”.
Ella supo llevar bondad, sonrisas, palabras de Dios a los lugares donde la desesperanza había levantado un edificio; era una mujer sencilla, grande y santa, como lo era la fundadora de la Congregación, Santa Angela de la Cruz, y uno puede gozar con las huellas que dejó marcada en la historia. El amor de Madre María de la Purísima, Hermana de la cruz, a todos, no solo era de palabras, sino de acción; ella amaba, callaba y actuaba, su corazón estaba cargado de un amor que encontraba su fuente originaria en Dios y en los seres humanos. Sabemos a ciencia cierta que la petición de limosna de la que vive su Congregación, la mantiene perpetuamente en condición de humildad.
El día 18 de septiembre, Sevilla en general y la Iglesia en particular se vistió con la mejor gala y el azulado cielo de la ciudad y su provincia se llenó del espíritu de la Madre María de la Purísima, que nació en Madrid el 20 de febrero de 1926, que ingresó en las Hermanas de la Compañía de la Cruz el 8 de diciembre de 1944, que fue elegida Madre General el 11 de febrero de 1977 y que el 31 de octubre de 1998 gozó de la gracia de Dios. Al morir tenia 72 años y 54 de vida consagrada. Con su beatificación nos podremos asomar con devoción en lo hondo de su alma, auscultar sus latidos, sus palabras, sus sentimientos y criterios humanos y sobre todos espirituales. Para que a todos nos sirva de ejemplo, ella se convirtió en Cristo, porque era una pobre con los más pobres. “Esto pide el Señor. Partir el pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, vestir al que ves desnudo y no cerrarte a tu propia carne” (Is 58,7). Todo un testimonio a seguir en la figura de Madre María de la Purísima, Hermana de la Cruz. Ya lo dijo recientemente nuestro Arzobispo don Juan José Asenjo: “Madre Purísima nos enseñó que es posible ser santos en Sevilla”. Por mi parte, y con mucha devoción, tomo la correspondiente nota.
Alberto Álvarez Pérez
Diácono de la P. San Vicente Mártir de Sevilla