
"Sed compasivos, como vuestro Padre es compasivo” (Lc. 6, 36)
Queridos hermanos diáconos: "Paz y bien" a cada uno, a vuestras familias, a la comunidad diocesana y a la humanidad.
Por los lugares donde he ejercido el ministerio y los ambientes donde he desarrollado la acción pastoral, no he tenido mucha oportunidad de conversar y convivir con diáconos. Andrés Cebrino me pidió que os dirigiera una carta para la Cuaresma; sentí que se me ofrecía una ocasión para, aunque fuera a través de un papel escrito, compartir sentimientos, inquietudes y deseos con vosotros, los diáconos, y vuestras esposas, en este tiempo tan significativo de preparación a la Pascua del Señor.
Quizás muchos párrafos, o todos, me salgan en primera persona del plural; pero es que lo que digo a los demás, generalmente, vuelve también a mí como interpelación.
En el tiempo de Cuaresma, la Iglesia nos va a pedir reorientar la vida, volver a Dios, actualizar, en comunión con Jesucristo, la Pascua. Convertirnos es poner la vida en dirección hacia la autenticidad que Dios espera de nosotros. El ministerio, la consagración como sacerdote y diácono es nuestra autenticidad. Se nos va a hacer una llamada a convertirnos, como el Cordero Pascual, en carne y sangre entregada para el pueblo que se nos ha encomendado.
Cuando queremos colocarnos en actitud de conversión, generalmente, nos planteamos qué hacer o qué dejar de hacer; sin embargo, la conversión que la Iglesia ha aprendido del mensaje de su Maestro es un cambio de comprensión y sensibilidad hasta llegar a un cambio de ser. Dios, en Jesús, no vino fundamentalmente a enseñarnos, vino a entregarse en comunión profunda y, entregándose, vino a hacernos partícipes de su propio ser. “Sed compasivos -decía el Señor- como vuestro Padre del cielo es compasivo”. La compasión, la caridad es lo que más revela el ser de Dios y, por tanto, el ser de su pueblo. Volver al Dios compasivo y abrir rutas compasivas a nuestro alrededor, podría ser un buen programa para esta Cuaresma.
Precisamente para la compasión ante la necesidad humana fuisteis elegidos y consagrados los Diáconos. Vuestro ministerio más auténtico es servir pastoralmente, abrir caminos y ayudar a convertir la Parroquia en una comunidad compasiva y samaritana con los empobrecidos. ¡Sed los voceros entre nosotros del dolor de las personas! Tenéis que estar muy atentos a que cantos de sirenas no os lleven por otros derroteros. Lo vuestro que sea el ministerio de la caridad. Cuenta la tradición que, en la persecución romana, el gobernador le exigió al diácono Lorenzo que recogiera los tesoros de la Iglesia y se los presentara. Al día siguiente, Lorenzo se presentó en el palacio con un gran número de pobres romanos, diciéndole al gobernador: "Aquí tenéis el tesoro de la Iglesia". Sea más o menos verídico el acontecimiento, lo que sí expresa con sencilla claridad es el genuino espíritu del diaconado y de la Iglesia del Señor. Lo más valioso, nuestro tesoro, lo que hemos de defender como propio son los empobrecidos, las personas y colectivos humillados, débiles, sufrientes. No es un posicionamiento social, sino la experiencia mística de Dios en los heridos por la vida. Cada uno, en el armario de nuestra alma, guardamos experiencias de acciones generosas que pueden servirnos para revitalizar el compromiso de amor con los empobrecidos de nuestros pueblos y barrios. Es bueno recordarlas.
Hace unos meses, después de misa del domingo, entró en la sacristía Luis, hombre de mediana edad, al que, tanto algunos miembros de Caritas como yo, le habíamos acompañado en el largo, penoso y duro proceso de liberación del alcohol. En el camino lo había abandonado su mujer, había perdido el trabajo, vuelto al alcohol unas cuantas de veces y hasta nosotros habíamos estado tentados, por desconfianza, a dejar su acompañamiento. Esa mañana venía a contarme lo bien que le iba en el trabajo, que ya lo habían hecho indefinido y, con sus ojillos saltones, me hablaba de las ilusiones y proyectos que tenía para el futuro. Al escucharlo resonaba en mi interior la actualización en un rostro concreto, en el rostro de Luis, del canto mariano del magníficat, "Dios levanta del polvo al desvalido". Nuestro acompañamiento, paciencia y confianza... y su fe y voluntad habían hecho posible un éxodo salvador en la vida de este hijo de Dios. Se despidió con un abrazo; y cuando abracé el cuerpo huesudo de Luis fue una experiencia sublime, como si Dios me estuviera abrazando. Fueron unos segundos de comunión divina, sacramentada en el abrazo humano.
Como todo en la vida cristiana, el norte en la vida compasiva lo pone Jesucristo. “Como Dios es compasivo...”, y Jesús es la historificación del amor compasivo de Dios, el rostro humano del Dios compasivo. Contemplar a Jesús una y otra vez en la oración, en el estudio del Evangelio, en los Sacramentos, en el diálogo con otros hermanos de la comunidad parroquial...va a introducir nuestras vidas en la densidad del amor de Dios manifestado en Jesús, y nos va a ir acercando a los hermanos más débiles.
El himno cristólogico recogido en la carta a los Filipenses (Fil. 2, 16), que la Iglesia nos lo hace proclamar al comienzo de la Semana Santa, es para mí la palabra que mejor ilumina los pasos con los que se hizo historia la compasión y el amor de Dios. Encarnación, servicio, cruz son las huellas sobre las que nosotros tenemos que poner el estilo de nuestra compasión y caridad.
La primera huella del amor de Jesús es la encarnación, la cercanía a las personas. A veces, nos encerramos demasiadas horas en el templo, en los salones; y solo nos llega de oída el rumor de los sueños y las dificultades de las parejas, las ilusiones y angustias de los padres, el vacío y los esfuerzos de los jóvenes, el miedo y el heroísmo de los inmigrantes, la humillación y resignación de los desempleados y trabajadores precarios, las desesperanzas y la paciencia de los enfermos, la soledad y la violencia de los presos, la careta con que tienen que vivir las prostitutas... Cristo, sin embargo, se hizo cercanía. Desde este estilo de amor cercano, nos podíamos plantear en esta Cuaresma cuánto tiempo dedicar a estar con las personas, a ir donde nos podamos encontrar con los grupos más heridos, a escuchar de viva voz tantas vidas rotas por rehacer. Pero que nuestro roce con los pobres no sea de “paracaidista” que llega, pisa el terreno y se marcha; sino de amor “encarnado” que hace que los empobrecidos se vayan apoderando de nuestro corazón y que sus preocupaciones y expectativas sean las nuestras. No esperar a que se os encargue, es vuestro propio ministerio el que os lleva a que en la Iglesia “resuene” el abatimiento de las personas y los procesos sociales de dignificación. En la catequesis, en la liturgia, en la oración, en los grupos, en la acción caritativa...poned como centralidad las una y mil situaciones de los rostros empobrecidos. Ayudad a que el corazón de la comunidad lata al ritmo de la debilidad humana.
La segunda huella es el servicio. Jesús se hizo “siervo de Dios” caminando con su pueblo. “Obediente” al Padre compasivo, aprendió a pronunciar palabras de aliento a los abatidos y realizar acciones sanadoras y liberadoras. La caridad cristiana no nace de la espontaneidad ni del estado de ánimo, ni de la rebeldía social; la más limpia acción compasiva nace del hombre orante que contempla las debilidades y sufrimientos concretos a la luz del Padre compasivo y misericordioso que Jesús nos revela. La fuente de la vida comprometida siempre va a ser el silencio y soledad de la oración. Podíamos cuidar en la Cuaresma ese rato diario de soledad personal, donde recordemos las huellas de sufrimientos que dejan las injusticias en el rostro de las personas con las que nos hemos encontrado y el amor de Dios que desde esos rostros nos pide entrega generosa y disponibilidad. Recuerdo una pregunta que rompe nuestra cerrazón egoísta ante el hermano herido: cambiar la pregunta ¿qué me pasará a mi si me acerco a esta persona? por esta otra ¿qué le pasará a esa persona si yo no me acerco?. Acompañad, pues, a vuestra comunidad parroquial a que, reverentemente, relea desde el amor la vida de los preferidos del Señor y actué con-pasión en ella.
La tercera huella del amor compasivo de Jesús es la cruz. La cruz es el mejor libro donde podemos aprender y actualizar nuestra caridad. El que mira por los pobres y sufridos tiene que “ser devoto del Crucificado-Resucitado”. La cuaresma es un tiempo propicio para ponernos durante horas a los pies de la cruz, mirar a Jesucristo y dejar que nuestra vida se empape del suave rocío que brota del crucificado. Que los Diáconos nos ayudéis a plantar a Cristo crucificado en medio de la vida de la comunidad, y a acercar la vida de la comunidad al crucificado resucitado. Así, paciente y sencillamente, la parroquia se irá haciendo “buen pan, entre los crucificados, para los crucificados”.
Me despido con el deseo de bendición que recoge la Sagrada Escritura “El Señor nos bendiga y nos proteja, ilumine su rostro sobre nosotros y nos conceda su favor. El Señor nos conceda la Paz”
Me pongo a vuestra disposición. Vuestro amigo y hermano en el Señor Jesús
Queridos hermanos diáconos: "Paz y bien" a cada uno, a vuestras familias, a la comunidad diocesana y a la humanidad.
Por los lugares donde he ejercido el ministerio y los ambientes donde he desarrollado la acción pastoral, no he tenido mucha oportunidad de conversar y convivir con diáconos. Andrés Cebrino me pidió que os dirigiera una carta para la Cuaresma; sentí que se me ofrecía una ocasión para, aunque fuera a través de un papel escrito, compartir sentimientos, inquietudes y deseos con vosotros, los diáconos, y vuestras esposas, en este tiempo tan significativo de preparación a la Pascua del Señor.
Quizás muchos párrafos, o todos, me salgan en primera persona del plural; pero es que lo que digo a los demás, generalmente, vuelve también a mí como interpelación.
En el tiempo de Cuaresma, la Iglesia nos va a pedir reorientar la vida, volver a Dios, actualizar, en comunión con Jesucristo, la Pascua. Convertirnos es poner la vida en dirección hacia la autenticidad que Dios espera de nosotros. El ministerio, la consagración como sacerdote y diácono es nuestra autenticidad. Se nos va a hacer una llamada a convertirnos, como el Cordero Pascual, en carne y sangre entregada para el pueblo que se nos ha encomendado.
Cuando queremos colocarnos en actitud de conversión, generalmente, nos planteamos qué hacer o qué dejar de hacer; sin embargo, la conversión que la Iglesia ha aprendido del mensaje de su Maestro es un cambio de comprensión y sensibilidad hasta llegar a un cambio de ser. Dios, en Jesús, no vino fundamentalmente a enseñarnos, vino a entregarse en comunión profunda y, entregándose, vino a hacernos partícipes de su propio ser. “Sed compasivos -decía el Señor- como vuestro Padre del cielo es compasivo”. La compasión, la caridad es lo que más revela el ser de Dios y, por tanto, el ser de su pueblo. Volver al Dios compasivo y abrir rutas compasivas a nuestro alrededor, podría ser un buen programa para esta Cuaresma.
Precisamente para la compasión ante la necesidad humana fuisteis elegidos y consagrados los Diáconos. Vuestro ministerio más auténtico es servir pastoralmente, abrir caminos y ayudar a convertir la Parroquia en una comunidad compasiva y samaritana con los empobrecidos. ¡Sed los voceros entre nosotros del dolor de las personas! Tenéis que estar muy atentos a que cantos de sirenas no os lleven por otros derroteros. Lo vuestro que sea el ministerio de la caridad. Cuenta la tradición que, en la persecución romana, el gobernador le exigió al diácono Lorenzo que recogiera los tesoros de la Iglesia y se los presentara. Al día siguiente, Lorenzo se presentó en el palacio con un gran número de pobres romanos, diciéndole al gobernador: "Aquí tenéis el tesoro de la Iglesia". Sea más o menos verídico el acontecimiento, lo que sí expresa con sencilla claridad es el genuino espíritu del diaconado y de la Iglesia del Señor. Lo más valioso, nuestro tesoro, lo que hemos de defender como propio son los empobrecidos, las personas y colectivos humillados, débiles, sufrientes. No es un posicionamiento social, sino la experiencia mística de Dios en los heridos por la vida. Cada uno, en el armario de nuestra alma, guardamos experiencias de acciones generosas que pueden servirnos para revitalizar el compromiso de amor con los empobrecidos de nuestros pueblos y barrios. Es bueno recordarlas.
Hace unos meses, después de misa del domingo, entró en la sacristía Luis, hombre de mediana edad, al que, tanto algunos miembros de Caritas como yo, le habíamos acompañado en el largo, penoso y duro proceso de liberación del alcohol. En el camino lo había abandonado su mujer, había perdido el trabajo, vuelto al alcohol unas cuantas de veces y hasta nosotros habíamos estado tentados, por desconfianza, a dejar su acompañamiento. Esa mañana venía a contarme lo bien que le iba en el trabajo, que ya lo habían hecho indefinido y, con sus ojillos saltones, me hablaba de las ilusiones y proyectos que tenía para el futuro. Al escucharlo resonaba en mi interior la actualización en un rostro concreto, en el rostro de Luis, del canto mariano del magníficat, "Dios levanta del polvo al desvalido". Nuestro acompañamiento, paciencia y confianza... y su fe y voluntad habían hecho posible un éxodo salvador en la vida de este hijo de Dios. Se despidió con un abrazo; y cuando abracé el cuerpo huesudo de Luis fue una experiencia sublime, como si Dios me estuviera abrazando. Fueron unos segundos de comunión divina, sacramentada en el abrazo humano.
Como todo en la vida cristiana, el norte en la vida compasiva lo pone Jesucristo. “Como Dios es compasivo...”, y Jesús es la historificación del amor compasivo de Dios, el rostro humano del Dios compasivo. Contemplar a Jesús una y otra vez en la oración, en el estudio del Evangelio, en los Sacramentos, en el diálogo con otros hermanos de la comunidad parroquial...va a introducir nuestras vidas en la densidad del amor de Dios manifestado en Jesús, y nos va a ir acercando a los hermanos más débiles.
El himno cristólogico recogido en la carta a los Filipenses (Fil. 2, 16), que la Iglesia nos lo hace proclamar al comienzo de la Semana Santa, es para mí la palabra que mejor ilumina los pasos con los que se hizo historia la compasión y el amor de Dios. Encarnación, servicio, cruz son las huellas sobre las que nosotros tenemos que poner el estilo de nuestra compasión y caridad.
La primera huella del amor de Jesús es la encarnación, la cercanía a las personas. A veces, nos encerramos demasiadas horas en el templo, en los salones; y solo nos llega de oída el rumor de los sueños y las dificultades de las parejas, las ilusiones y angustias de los padres, el vacío y los esfuerzos de los jóvenes, el miedo y el heroísmo de los inmigrantes, la humillación y resignación de los desempleados y trabajadores precarios, las desesperanzas y la paciencia de los enfermos, la soledad y la violencia de los presos, la careta con que tienen que vivir las prostitutas... Cristo, sin embargo, se hizo cercanía. Desde este estilo de amor cercano, nos podíamos plantear en esta Cuaresma cuánto tiempo dedicar a estar con las personas, a ir donde nos podamos encontrar con los grupos más heridos, a escuchar de viva voz tantas vidas rotas por rehacer. Pero que nuestro roce con los pobres no sea de “paracaidista” que llega, pisa el terreno y se marcha; sino de amor “encarnado” que hace que los empobrecidos se vayan apoderando de nuestro corazón y que sus preocupaciones y expectativas sean las nuestras. No esperar a que se os encargue, es vuestro propio ministerio el que os lleva a que en la Iglesia “resuene” el abatimiento de las personas y los procesos sociales de dignificación. En la catequesis, en la liturgia, en la oración, en los grupos, en la acción caritativa...poned como centralidad las una y mil situaciones de los rostros empobrecidos. Ayudad a que el corazón de la comunidad lata al ritmo de la debilidad humana.
La segunda huella es el servicio. Jesús se hizo “siervo de Dios” caminando con su pueblo. “Obediente” al Padre compasivo, aprendió a pronunciar palabras de aliento a los abatidos y realizar acciones sanadoras y liberadoras. La caridad cristiana no nace de la espontaneidad ni del estado de ánimo, ni de la rebeldía social; la más limpia acción compasiva nace del hombre orante que contempla las debilidades y sufrimientos concretos a la luz del Padre compasivo y misericordioso que Jesús nos revela. La fuente de la vida comprometida siempre va a ser el silencio y soledad de la oración. Podíamos cuidar en la Cuaresma ese rato diario de soledad personal, donde recordemos las huellas de sufrimientos que dejan las injusticias en el rostro de las personas con las que nos hemos encontrado y el amor de Dios que desde esos rostros nos pide entrega generosa y disponibilidad. Recuerdo una pregunta que rompe nuestra cerrazón egoísta ante el hermano herido: cambiar la pregunta ¿qué me pasará a mi si me acerco a esta persona? por esta otra ¿qué le pasará a esa persona si yo no me acerco?. Acompañad, pues, a vuestra comunidad parroquial a que, reverentemente, relea desde el amor la vida de los preferidos del Señor y actué con-pasión en ella.
La tercera huella del amor compasivo de Jesús es la cruz. La cruz es el mejor libro donde podemos aprender y actualizar nuestra caridad. El que mira por los pobres y sufridos tiene que “ser devoto del Crucificado-Resucitado”. La cuaresma es un tiempo propicio para ponernos durante horas a los pies de la cruz, mirar a Jesucristo y dejar que nuestra vida se empape del suave rocío que brota del crucificado. Que los Diáconos nos ayudéis a plantar a Cristo crucificado en medio de la vida de la comunidad, y a acercar la vida de la comunidad al crucificado resucitado. Así, paciente y sencillamente, la parroquia se irá haciendo “buen pan, entre los crucificados, para los crucificados”.
Me despido con el deseo de bendición que recoge la Sagrada Escritura “El Señor nos bendiga y nos proteja, ilumine su rostro sobre nosotros y nos conceda su favor. El Señor nos conceda la Paz”
Me pongo a vuestra disposición. Vuestro amigo y hermano en el Señor Jesús
Manolo Moreno Reina, pbtro.
Párroco de San Juan de Ribera
Diócesis de Sevilla


