No estuve en Madrid. Aunque sí en la celebración previa de la JMJ que se desarrolló en Sevilla, donde se me ofreció una magnífica ocasión para conocer un poco más el mundo de los jóvenes y tomarle el pulso de sus inquietudes, como coordinador arciprestal y nombrado para tal efecto por nuestra diócesis.
Recuerdo que nuestra ciudad acogió a más de 3.000 peregrinos de todos los continentes y en cuestión de horas, después del tiempo de acogida, las calles y avenidas fueron invadidas de forma variopinta y gozosa. A todos esos jóvenes peregrinos Sevilla les abrió las puertas de par en par, para que entraran sin miedos y con confianza en el corazón de sus habitantes y conociesen nuestras formas de vivir y de sentir nuestro amor, entre otros amores, a Jesucristo. Casi con certeza, así lo pensé y posteriormente me lo ratificaron con sus actitudes, que aquellos jóvenes traían en sus manoseadas mochilas y con sus crucifijos en el pecho, expresando su entusiasmo para proclamar la fe, proyectos, esperanzas e inquietudes, moviéndose con alegría por todos los rincones de la ciudad.
Fueron muchas las familias, parroquias, colegios, conventos, hermandades y particulares las que con gran ilusión dispusieron sus casas y locales para acogerlos durante los días previos a Madrid y durante su estancia entre nosotros se prepararon diversas actividades religiosas, culturales y tradicionales, para poder compartir experiencias, costumbres, fe…
Desde la responsabilidad del cargo, que no busqué expresamente, me puse a trabajar sobre la marcha y sin pérdida de tiempo. Para poner en pie y hacer realidad este gran proyecto, tuve que contar inicialmente con la colaboración de un equipo muy eficaz de voluntarios para dar vida a este evento de la JMJ, y que naturalmente sin dicha aportación humana todo hubiese sido un fracaso; gracias a la colaboración de todos ellos, la JMJ en Sevilla se vivió una experiencia muy gozosa, poniendo todo al servicio del bien común, del Evangelio, de Cristo y del Papa. Una vez entrelazados estos grupos, con mucha ilusión y esperanza, nos pusimos a trabajar para elaborar un programa de actividades, participando activamente en los “Días en la Diócesis” (DED). El programa, intenso y ambicioso, se diseñó con multitud de actividades de carácter religioso, cultural, solidario, festivo e incluso se proyectó una buena plana de intendencia para dar cobijos y comidas a todos los asistentes y para ello una buena fuente de ingresos económicos procedían de las propias hermandades y particulares. Las actividades y actos para los peregrinos fueron variados y muy heterogéneos, como catequesis mariana y vigilia de oración, rutas culturales a distintos monumentos de la ciudad, oración íntima y personal a través de diversos conventos, donde disponían de citas evangélicas en distintos idiomas. Habíamos dispuesto, igualmente, capillas para que pudiesen adorar al Señor y sentir su amor y cercanía. En el Patio de los Naranjos se hallaba la Feria de las vocaciones, donde había instalada una carpa y se explicaba detalladamente el carisma de cada congregación. Todas estas actividades, durante el tiempo que estuvieron entre nosotros, fueron como una muestra de la riqueza cultural cristiana en su proyección universal.
Con alguna frecuencia y de forma espontánea y con un tiempo muy ajustado, nos encontrábamos con otros peregrinos de otros países y en alguna plaza o avenida nos juntábamos y nos poníamos a danzar y a cantar y daban vivas a Cristo; era una forma de intercambiar cultura y de unir con más fuerza nuestra fe cristiana. Aquellos encuentros callejeros fueron impresionantes y llenos de emoción. Recordaba la frase que días después diría el Papa Benedicto XVI recién llegado a Madrid: “El Señor os ha dado vivir este momento de la historia para que gracias a vuestra fe siga resonando su nombre”.
Ciertamente, convivir en aquella JMJ con jóvenes de otras nacionalidades era como descubrir una nueva forma de vivir la fe. Un joven venezolano me explicó que en esta jornada que estaba viviendo en Sevilla, a pesar del intenso calor, había descubierto que Jesús, aquel que nació en un pesebre allá en Belén, era maestro en generosidad y que cuando rezaba notaba que recibía un bien espiritual. Un sacerdote americano me dijo, en otra ocasión, que este tipo de encuentros da mucha esperanza a los jóvenes, que vienen a encontrase con Cristo. Y el grupo de Canadá era divertidísimo, una joven de color, entusiasmada, me dijo sonriente que “por supuesto que el viaje ha valido la pena y que está impresionada al ver a tanta gente del mundo compartir la misma fe y alabar al mismo Dios”.
En verdad, a mí personalmente la JMJ me ha llevado a preguntarme cómo evangelizar a los jóvenes actuales, llevarlos a la vivencia de la fe, a la conciencia de que son hijos de Dios, templos del Espíritu Santo, redimidos por Cristo y llamados a vivir en intimidad con El. El silencio me ha enseñado a ser fermento vivo en aquel ambiente joven y variopinto.
La Jornada Mundial de la Juventud en Sevilla, previa a Madrid, nos dejó a todos recuerdos imborrables. Fueron días maravillosos y la alegría del testimonio cristiano inundó las calles de la capital andaluza, llegando al corazón de todas las personas de buena voluntad. Este encuentro ha servido para romper muchos esquemas sobre la actitud de los jóvenes y la participación en la religión, sobre todo en la católica. “Sed prudentes y sabios, edificad vuestras vidas sobre el cimiento firme que es Cristo”, diría el Papa Benedicto XVI a los jóvenes durante la fiesta de acogida en la Plaza de Cibeles. “Transmitid vuestra alegría especialmente a los que hubieran querido venir y no han podido hacerlo por las más diversas circunstancias, a tantos como han rezado por vosotros y a quienes la celebración misma de la Jornada les ha tocado el corazón”.
También nuestro querido Arzobispo, monseñor Juan José Asenjo Pelegrina, manifestó sus impresiones tras la experiencia vivida en la JMJ, confesando en una carta pastoral que “me ha impresionado el clima intensa y serenamente religioso, el silencio impresionante de la adoración eucarística de la noche del día 20, el ambiente de paz, de fraternidad y familia, que hacía que los jóvenes se sintieran como hermanos, aunque no se conocieran”.
A Madrid no pude ir, repito, pero por los medios de comunicación y por innumerables testigos, supe y sabemos todos que el Papa Benedicto XVI nos ha deja un mensaje de fe, valentía y amor, válido y oportuno para todos los hombres y mujeres. Nos pide que “No os avergoncéis del Señor”, nos pide firmeza para“Que nadie ni nada os quite la paz”, nos pide con devoción “Que recemos para que el mensaje de Jesús lleguen al corazón de los que no creen”. Como bien enfatizó un periodista que lo mejor de la JMJ está aún por brotar: esos frutos de vocación, de entrega a los demás, de ejemplo vivo de caridad, de esperanza.
Ciertamente que tras este encuentro, todo eso está por llegar, pues este ajetreado mundo lo necesita y nuestro país también necesita. Todo un reto, personal y comunitario, para el futuro. No podemos olvidarnos de nuestra tradición cristiana, porque como bien se dice, un pueblo que olvida su historia, es una sociedad que va al abismo.
Para terminar me quedo con lo manifestado, entre otras respuestas, por el Arzobispo de Madrid, el Cardenal Rouco, haciendo balance de la JMJ: “Ha sido una gran fiesta de los jóvenes, donde se ha demostrado que los jóvenes, en la Iglesia, viven la Iglesia a fondo y cuando la Iglesia se presenta ante ellos, se llenan de gozo, de alegría y esperanza, y la transmiten al mundo”.
Diácono de la Archidiócesis de Sevilla