slider cabecera

sábado, 30 de enero de 2010

LA ENCARNACIÓN DE LA IGLESIA COMO DIACONÍA


Iglesia está llamada a ser comunidad profética, menos por aquello que predica y anuncia en sus palabras, y más por lo que ella es. La Iglesia es profecía, porque en ella Dios revela al mundo su proyecto: Él es, en el hoy de la historia, el acontecimiento por el que el Padre, en Jesucristo su hijo hecho carne, y en el dinamismo del Espíritu Santo hace entrar en el mundo la comunión plena, la actualización, fuera de la intimidad divina, de aquel que Dios tenía en proyecto, cuando Él creó el universo. La Iglesia no se limita a hablar en el nombre de Dios: En Cristo, la Iglesia es palabra de Dios.
El diácono desempeña una función importante en la tarea de hacer a la Iglesia más apta para llevar al mundo su mensaje de verdad y de salvación. “La Iglesia se convierte cada día a la Palabra de verdad; sigue a Cristo encarnado, muerto y resucitado, por los caminos de la historia y se hace servidora del Evangelio para transmitirlo a los hombres con plena fidelidad”. (Puebla, n. 349).Como anunciador de la palabra, el diácono convive frecuentemente con el Evangelio y transmite a la comunidad la palabra que él mismo, en primer lugar, sintió como fuerza liberadora. Como discípulo de Cristo, él se convierte en servidor de la palabra. Por su predicación y por su vida anuncia a la Iglesia y al mundo el poder transformador del Evangelio. “Recibe el Evangelio de Cristo, para el cual fuiste constituido mensajero; transforma en fe viva lo que lees, enseña lo que crees, y realiza lo que enseñas”. (Rito de ordenación n. 238).
INCULTURACIÓN Y DIACONÍA. La nueva evangelización lleva a conocer bien las nuevas situaciones concretas vividas por el hombre contemporáneo para ofrecerle la fe como elemento iluminador (cf. DSD n. 48). Significa, además, dar especial atención a la valorización de la piedad popular (cf. DSD n. 53). “La Iglesia espera mucho del empeño de todos los laicos que, con entusiasmo y eficacia evangelizadora, actúan a través de los nuevos movimientos apostólicos” (DSD n. 102). El gran desafío se encuentra en la búsqueda de nuevos caminos y formas para seguir una pastoral orientada hacia aquellas situaciones irregulares, particularmente en la vida de las parejas (cf. DSD, n. 24).El desafío de la inculturación, que implica el conocimiento de los nuevos valores que coincidan con el mensaje de Cristo, como también el rescate de las características cristianas, desfiguradas o ya abandonadas por la sociedad secularizada y, también, la incorporación de nuevas conquistas de la cultura actual en las cuales la fe cristiana pueda encarnarse, tiene como protagonistas principales a los fieles laicos, y también a los religiosos y a los ministros ordenados, de entre los cuales los diáconos permanentes, teniendo en cuenta su particular situación de hombres casados y de profesionales que actúan en la sociedad civil.
DIÁLOGO Y DIACONÍA. El Concilio Vaticano II quiso inaugurar un diálogo amplio y profundo con la sociedad moderna basado en la humildad y en la afabilidad, y también en la sinceridad y en la verdad (cf. AG n. 11). Constituye un arte a ser cultivado y a ser entrenado (cf. AA 29 y 31). “Es deber de la Iglesia establecer el diálogo con la sociedad humana en la cual vive... con el fin de que siempre vaya unida la verdad con la caridad, la inteligencia con el amor, es necesario que se distingan por la claridad de lenguaje, así como por la humildad y mansedumbre, e igualmente por la debida prudencia, junta, no obstante, con la confianza, que, al fomentar la amistad, tiende por naturaleza a unir los ánimos” (CD n. 13).El Documento de Medellín considera el diálogo un servicio a la humanidad: “Así es como la Iglesia quiere servir al mundo, irradiando sobre él una luz y una vida que sana y eleva la dignidad de la persona humana, consolida la unidad de la sociedad y da un sentido y un significado más profundo a toda la actividad de los hombres” (DM n. 1,5). La Iglesia de América Latina quiere ser evangelizadora de los pobres y solidaria con ellos.
LA DIACONÍA DEL DIÁLOGO. Desde los primeros tiempos, vemos a los diáconos como servidores de los pobres, de los que no tienen voz, de las personas excluidas del diálogo, de la comunión fraterna. Son ellos los que realizan la comunión entre los pobres y los ricos, entre los que nada poseen y los que disfrutan de los bienes materiales y espirituales. No se limitan a ser servidores de las mesas para proveer el alimento a todos; por encima de todo, ellos son promotores de la dignidad humana. Mantienen vivo y permanente el diálogo entre los fieles laicos y los ministros ordenados y de los fieles entre sí. Solamente cuando los diáconos, por motivos diversos, se distancian de su condición de puente y base de unión, y se dejan atraer por el poder y por las riquezas, comienzan a perder el sentido de su vocación y de su misión de servidores a ejemplo de Cristo Siervo.
El diácono cultiva el diálogo, en primer lugar, con su propia familia, después con la comunidad eclesial y, después, con la sociedad civil. Para esa misión cuenta no sólo con sus capacidades humanas, sino especialmente con la gracia sacramental del diaconado. En la Iglesia y en la sociedad ofrecerá un servicio enteramente desprovisto de cualquier ambición personal. Como Jesús, él se arrodillará delante de la comunidad para lavarle los pies, a fin de que todos comprendan que, lavándose los pies unos a otros, se construye la fraternidad universal. Nunca se está tan cerca del ser humano necesitado como cuando uno se arrodilla para lavar sus pies. En ese rebajarse, el diálogo se vuelve más intenso y más fecundo, el diálogo se hace caridad, habla todas las lenguas y destruye todos los tabúes. Ese diálogo jamás pasará: será el comienzo del eterno diálogo de amor en Dios-Trinidad.
PERSPECTIVAS Y DESAFÍOS
+ La Iglesia es llamada a ser comunidad profética, menos por aquello que predica y anuncia, y más por lo que ella es. El diácono no puede limitarse a hablar de Dios o en nombre de Cristo: Él es la palabra de Dios.
+ Sabiendo que no se debe predicar el Evangelio como si fuese solamente una doctrina, aún siendo atrayente, sino que él debe ser sobre todo Palabra de Salvación, el diácono, antes de ser anunciador, será discípulo y oyente. Buscará en el contacto con la Sagrada Escritura la fuerza liberadora de Cristo y la anunciará a los hermanos. Por su predicación y por su vivencia, el diácono demuestra a la Iglesia y al mundo el poder transformador del Evangelio.
+ Dado que el hombre de nuestro tiempo escucha de mejor gana a los testigos que a los maestros, el diácono deberá evangelizar al mundo principalmente por su fidelidad al Señor Jesús, a través del testimonio de pobreza, de desapego, y de libertad interior.
+ Para desempeñar su misión, la Iglesia debe descubrir las señales de los tiempos e interpretarlas a la luz del Evangelio. El diácono no medirá esfuerzos para vislumbrar en los acontecimientos de cada día las exigencias y las aspiraciones de nuestro tiempo, las verdaderas señales de la presencia de Dios entre nosotros.
+ La nueva evangelización exige el conocimiento de las situaciones concretas vividas por el hombre de hoy, a fin de poderle ofrecer la fe como elemento iluminador. El diácono se empeñará en la búsqueda de nuevos caminos y formas que fundamenten una pastoral renovada y eficiente, particularmente en lo que se refiere a situaciones susceptibles de exclusión eclesial y social.
+ El diácono debe ser evaluado, no tanto por aquello que hace, sino por lo que es, por lo que significa para la Iglesia y para el mundo. Por eso mismo, dará una contribución preciosa en la formación de los líderes laicos, en la construcción de comunidades eclesiales de base, en el fortalecimiento y en la inculturación de comunidades eclesiales rurales y urbanas, en el aliento de la fe de la juventud, en los Movimientos de Iglesia, en las vocaciones a la vida religiosa, en los matrimonios, en las familias y en el vasto campo de los agentes de la pastoral social.
+ El Concilio Vaticano II inauguró un amplio diálogo con la sociedad moderna, coloquio que acontece antes que nada por iniciativa divina en la creación y en la encarnación y que se coloca como servicio a la humanidad. El diácono, servidor de los pobres, de los que no tienen voz, de los excluidos de la comunión fraterna por la sociedad consumista, promoverá el diálogo de la caridad de Cristo primeramente en su propia familia, después en la comunidad eclesial y, seguidamente, en la sociedad civil. Como Jesús, él se arrodillará delante de los hermanos para lavarles los pies, a fin de que todos comprendan que, lavándose los pies unos a otros, con verdadero desprendimiento y amor, se construye la verdadera y duradera fraternidad universal.


Articulo publicado en el CIDAL 19/12/2007