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martes, 9 de febrero de 2010

En la cárcel hay esperanza

Experiencia vivida el pasado sábado en la celebración del módulo de jóvenes de la cárcel de Pamplona.

Era un sábado triste y lluvioso de febrero y a las cuatro de la tarde me encaminé a la cárcel para celebrar la Palabra con los jóvenes y las mujeres. No estaba muy animado, pero no me podía permitir el lujo de entrar triste, debía llevar la alegría y la esperanza a quienes la han perdido o están en camino de hacerlo. No sabía lo que el Señor me tenía preparado para vivir esa tarde.

Entramos los voluntarios de la pastoral penitenciaria y tras saludar a los funcionarios de las puertas nos introdujimos en la galería del módulo de jóvenes. Saludos y apretones de manos a quienes con caras tristes nos íbamos encontrando. Enseguida nos pusieron al día de las novedades de esa semana, que si fulanito ha salido en tercer grado y a menganito le han mandado de “kunda” (conducción a otra cárcel) a Palencia.

Reparé en un interno que no conocía de otras veces, era un nuevo ingreso, un caso complicado que tras pasar por el psiquiátrico y afectado por la droga, deambulaba por el pasillo inquieto, era Rober. Yo soy Rober – me dijo- y tú quien eres. Soy Fernando y venimos de la pastoral penitenciaria para compartir con vosotros la celebración ahora a las cinco, mañana es domingo el día del Señor. Rober, había intentado desde que llegó suicidarse en varias ocasiones, se había cortado las venas, tragado una cucharilla y quemado una camiseta en el “chabolo” (celda en el argot penitenciario). Rober estaba las veinticuatro horas del día acompañado por otro compañero dentro del programa de prevención de suicidios (pps).

Preparé el altar, como de costumbre en el pequeño comedor, el mantel, el crucifijo, el misal, el corporal y la cajita con la comunión consagrada. Invité a todos a la celebración y Rober me preguntó cuanto duraría, finalmente acudió con el resto de internos.

Tras las lecturas Rober tomo espontáneamente la palabra y llorando como un niño desconsolado recitó de memoria una poesía de su padre. A las preguntas que les hice en el credo para manifestar su fe, Rober contestó una y otra vez que no. La celebración ya había entrado en un ambiente tenso, pero de recogimiento y de respeto ante la desesperación de Rober.
Pero todavía no había llegado lo mejor. Presentamos al Señor nuestras peticiones y los internos lo hicieron espontáneamente, con una sencillez, sinceridad y profundidad dignas de destacar.

Invité a Rober a que pidiera algo a Dios y él mirándome fijamente a los ojos y llorando dijo con voz fuerte: “Le pido a Dios que me deje morir de sobredosis”. Mi corazón dio un vuelco. Yo miraba fijamente a Rober con lágrimas en los ojos y me decía a mi mismo es el rostro de Cristo sufriente que está aquí presente entre nosotros, sufriendo terriblemente. Otro interno se levantó y consoló a Rober que seguía llorando.

La invitación a la paz fue el momento que todos esperábamos para poder abrazar a Rober y así lo hicimos. Lo abracé con fuerza y le dije al oído: “Dios te quiere con locura” y el me besó. Finalmente comulgó y se quedó tranquilo.

Cristo está en la cárcel, quizás de una manera más a flor de piel, más cercano y visible que en otros lugares. Está más presente, entre el rechazo social y la droga entre el olvido familiar y la enfermedad mental, entre la desgracia y el sufrimiento. Tantas puertas cerradas en su vida. La droga, como a Rober, les empuja a la desesperación y a querer escapar de sus propias vidas. ¿Cómo es posible tanto sufrimiento? . La imagen de Rober era la de Cristo crucificado.

Pero para Rober siempre estará el consuelo de quienes queremos llevarle hasta la esperanza del Evangelio. Esa rendija de la puerta por la que entra Cristo como luz de todos los que sufren y que se impone sobre la oscuridad de la cárcel. ¿Seremos capaces de anunciar a nuestros hermanos presos, que Dios siempre está con ellos y les quiere con locura? ¿Qué Dios los quiere libres y felices con una vida digna como hijos suyos?

Al igual que Rober, hay muchas personas en nuestra sociedad, dentro y fuera de las cárceles, que han perdido el rumbo de sus vidas y que se sienten vacíos y sin esperanza, ahí es donde nosotros como Iglesia, debemos estar presentes.

La tarde de ese sábado que había comenzado triste y gris acabó con la alegría de haber experimentado la presencia amorosa de Dios en Rober y en nuestra celebración de la Palabra. Dí gracias a Dios por mostrarme su rostro sufriente en el hermano y le pedí que me permita seguir acompañando a los presos en sus penas y desgracias, riendo en la alegría y llorando con ellos en el sufrimiento. Gracias a Dios.

Nota: Esta historia es real. Sólo he cambiado el nombre del preso para respetar su intimidad.

Fernando Aranaz Zuza
Diácono de la diócesis de Pamplona y Tudela
Adjunto a la Capellanía del Centro Penitenciario de Pamplona