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domingo, 12 de diciembre de 2010

GENEROSIDAD SACERDOTAL


Hará unas semanas gran parte de nuestra comunidad diaconal tuvimos un encuentro en la Casa Sacerdotal de nuestra diócesis, en esta capital, donde hace años están ingresados algunos sacerdotes, muchos de ellos con ciertas dificultades físicas, mayormente motivados por la edad. Nuestro principal objetivo de aquel encuentro fué programar el nuevo curso y a la vez hacer la presentación como nuevo delegado para el Clero y Diaconado Permanente, Don Antonio Bueno Avila. Pero hubo un tercer objetivo y que a todos nos encantó, por su esponteneidad. Posiblemente fué juego de la casualidad, pero con gran interés observamos por el entorno del establecimiento sacerdotal un grupo de sacerdotes, ya mayores. Y viendo con cariño todo aquel grupo clerical, me llevó aquel inesperado encuentro a una personal reflexión, que seguramente compartirán conmigo todos mis hermanos en el diaconado. Y es que nadie debe olvidar el magnífico y enorme legado de valor incalculable, tanto humanos como espirituales y culturales, que históricamente han dejado -y están dejando- los sacerdotes y demás religiosos y religiosas. Los sacerdotes vocacionalmente lo dejaron todo y siempre han estado -y siguen estando- a nuestro lado desde que nacemos hasta nuestra muerte, en los momentos de dudas, de dolor, en todas las necesidades. Siempre están ahí para ayudarnos de forma incondicional, sirviendo día y noche al Señor y a su comunidad, con limpieza de corazón con la que siempre desea vivir, y dispuestos para renovar nuestros corazones y tambien nuestros valores humanos. Es una realidad que la historia de nuestra sociedad sin la presencia de los los sacerdotes (y demás religiosos y religiosas) sería un mundo sin horizontes, desconcertados. Bien es cierto que en los tiempos que corren se ha de ser sacerdote de cuerpo entero, convencido de sí mismo y de lo que es capaz de hacer por el mundo; orgulloso en la sencillez; ha de vivir con un gran sentido del realismo desde la fe, acercándose a todos pero como sacerdote, porque el sacerdote nace desde el amor de Jesucristo. En definitiva, tenemos la gran fortuna, así siempre lo he creído, que los sacerdotes siguen siendo los administradores vivos y ejemplares de la gracia de Dios, aunque muchos estén retirados de sus actividades pastorales por culpa inevitable proceso del desgaste fisico e intelectual. Pero siempre quedarán en ellos el deslumbrante y transparente brillo de su amor a Dios y a todos los hermanos y hermanas de nuestra sociedad.


Alberto Álvarez Pérez
Diácono de la Diócesis de Sevilla