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viernes, 7 de enero de 2011

HOMILÍA DE DON AMADEO, OBISPO DE PLASENCIA, EN LA ORDENACIÓN DE DIÁCONOS


Queridos Vladimir, Jesús y Edén:
En el mismo tono personal y exhortativo que lo hace Pablo a los Colosenses, quiero hablaros esta mañana, en la que vais a ser ordenados diáconos. Con sus palabras entrañables os digo: “revestíos, pues, como elegidos de Dios, santos y amados, de entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia... y, por encima de todo, revestíos del amor, que es el vínculo de la perfección”. ¡Qué bien tienen que sonar estas palabras en vuestros corazones! Os ponen en sintonía interior con la vocación a la que desde el bautismo habéis sido llamados: la de ser perfectos como lo es el padre celestial.

La santidad es el diseño acabado de la perfección a la que el Señor os llama, es vuestra meta y es también vuestro camino. En efecto, una vez iniciado el seguimiento ya no se puede aspirar a otra cosa que no sea a ser santo. Vuestra respuesta a ese don será: mostrar con vuestra vida la belleza de la santidad a cuantos acompañaréis en el camino de su fe. Sabed comunicar, como Pablo, que todos, “judíos y gentiles, esclavos y libres, hombres y mujeres... estamos invitados a ser uno en Él, que es camino, verdad y vida y que nos conduce, con su Espíritu, hacia la perfección (cf Ga 3,27-29).
Pues bien, dicho eso, y en el mismo tono de afecto, os digo también que hoy la Iglesia diocesana está muy feliz. Hoy sois para todos nosotros causa de nuestra alegría. Nos hace felices que en esta acción sacramental se ponga de relieve todo lo que el Señor ha ido haciendo en vosotros. Estoy seguro de que decís con María, a la que sé que amáis entrañablemente, y a la que habéis aprendido a amar como Inmaculada Concepción en el Seminario: “El Señor hizo en mí maravillas. Gloria al Señor”.
En efecto, el Señor ha ido haciendo grandes cosas en vuestra vida hasta prepararla para el sacramento que vais a recibir esta mañana. El diaconado viene precedido de una vocación, es decir, de una llamada y una respuesta, de un don y un agradecimiento. Como decía San Gregorio Nacianceno, siendo sacerdote joven: “Es preciso comenzar por purificarse antes de purificar a los
otros; es preciso ser instruido antes de empezar a instruir; es preciso ser luz para iluminar, acercarse a Dios para acercarle a los demás, ser santificado para santificar”.
Pero entremos en el diaconado, que es acción de Dios en vosotros por la que se enriquece la Iglesia. Antes he de advertir que no podemos caer en la tentación de pensar que estamos en algo transitorio, aunque, en efecto, en vuestro caso, sea una etapa transitoria hasta el presbiterado. Pero, considerar al diaconado como algo transitorio, sería negarle su valor e importancia no sólo en la vida de la Iglesia, sino en la propia existencia personal de los que hoy vais a recibir este sacramento. Los sabéis vosotros y lo deben saber los fieles, que hoy recibís un carácter sacramental indeleble. Hoy vais a recibir una gracia especial del Espíritu Santo para actuar en nombre de Cristo servidor. Recibís un sello “que nadie puede hacer desaparecer y que os configura con Cristo que se hizo diácono, es decir, el servidor de todos” (Catecismo de la Iglesia Católica, 1570). Nunca dejaréis de ser lo que hoy va a configurar vuestra vida, aunque pronto, si Dios quiere, recibáis otros dones en la ordenación sacerdotal. Al contrario, siempre habréis de vivir en los rasgos más esenciales que configuran el diaconado. El diaconado no es un escalón que una vez ascendido se deja atrás, pero sí es una escala de la configuración con Cristo.
El Evangelio que nos ha sido proclamado nos da la clave fundamental de vuestra identidad y ministerio: seréis servidores en el servicio de Cristo, que no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar la vida en rescate por todos. El diácono es, por tanto, ministro de un modo de ser del cristiano y de la Iglesia, el del servicio. Recordad siempre que por esta ordenación de diáconos vuestra alma se reviste de los mismos sentimientos de Cristo, que se despoja de su rango y se hizo semejante a los hombres, tomando la condición de esclavo (cf. Fl 2,6ss). A partir de ahora, vuestra vida sólo puede ser un modelo de servicio a los demás, bajo el influjo de la gracia de Cristo que vive en vosotros. La imagen de Cristo “diácono” la encontráis en el Evangelio de Juan, cuando el Maestro y el Señor, ya a la mesa en la que se va a mostrar sacerdote y víctima, antes se muestra servidor, lavando los pies de sus discípulos. Sólo en Él y en sus mismos sentimientos sois diáconos y ejerceréis a partir de ahora la diaconía en la Iglesia y en el mundo.
Así lo ha entendido y querido también la tradición de la Iglesia, desde que los apóstoles eligieron, bajo la acción del Espíritu Santo, a siete hombres de buena reputación, para encomendarle el servicio de las mesas (cf. Hch 6,1- 6). Con ellos se le da forma y contenido a una Iglesia, con diversidad de carismas y ministerios y, en todos ellos, servidora. Lo que los apóstoles buscaban con esta decisión era que el servicio a los pobres no perdiera fuerza y dedicación en el ministerio apostólico. Habéis nacido, pues, para ser memoria permanente de que el servicio a los pobres y marginados pertenece a la esencia de la misión que Jesucristo le encomendó a su Iglesia.
Pero el servicio no se limita a las necesidades materiales. De todos es sabido que la primera obra de caridad que hemos de hacer a nuestros hermanos será mostrarles el camino de la fe. Como dijo el Siervo de Dios, Juan Pablo II: “el anuncio de Jesucristo es el primer acto de caridad hacia el hombre, más allá de cualquier gesto de generosa solidaridad” (Mensaje para las migraciones, 2001). De hecho, vuestro ministerio os convierte también en servidores de la Palabra de Dios, que habréis de proclamar de un modo creíble. Cuando os entregue el Evangelio os diré: “convierte en fe viva lo que lees, y lo que has hecho fe viva enséñalo y cumple aquello que has enseñado”. Porque seréis servidores de la Palabra, primero habréis de ella. Dejaréis que pase por vuestros ojos, al leerla, por vuestros oídos, al escucharla, por vuestra inteligencia, al estudiarla y por vuestra alma, al contemplarla; por toda vuestra persona, al asimilarla y hacerla vida.
¡Qué responsabilidad la de ser mensajero de la Palabra de Dios! Cuidadla con esmero y tratadla siempre como lo que es, un tesoro de la Iglesia. Para eso, os recomiendo que estéis siempre cómodos en la tradición viva de la Iglesia y que evitéis interpretaciones personales que puedan ocultar la verdad amorosa que la Palabra enseña, que no suele coincidir con los criterios del mundo. “Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos” (Is 55.8). Recordad siempre que la Palabra se proclama para el encuentro con la Persona de Cristo, que es la Palabra misma. Pero si la adulteramos, por miedo a la verdad, éste encuentro no será posible; y todo porque nosotros nos hemos interpuesto, quizás al pretender enmendarle la plana al mismo Señor. Cómo si Él no supiera mejor que nosotros lo que el ser humano necesita. Recordad siempre que la Palabra de Dios es el verdadero camino que ilumina la verdad del hombre. Sólo la Palabra del Señor, en su verdad más genuina, aleja de los ídolos y las falsedades mundanas y libera al hombre de la esclavitud del pecado, que trunca su dignidad y su más alta vocación. Os insisto: amad la Palabra. Amándola, aprenderéis de ella a amar a vuestros hermanos y podréis llegar a lo más profundo de sus necesidades, para serviles. No olvidéis que es espada penetrante de doble filo (Hch 4,12).

Otro rasgo de vuestro servicio como diáconos lo encontramos en el entorno de la Eucaristía. A partir de ahora, acompañando al obispo y a los presbíteros en la celebración eucarística, apareceréis en al altar con vuestra estola cruzada. Ellos la presiden en nombre de Cristo, Buen Pastor y Cabeza de su Iglesia y vosotros participáis en nombre de Cristo “diácono”, servidor en su Iglesia. Colaborando con el Obispo y el sacerdote, sois también, en efecto, servidores del “misterio de la fe”, sobre todo en la distribución de la Eucaristía. Por vuestras manos pasará, para que se lo deis a vuestros hermanos, el cuerpo y la sangre del Señor. Tratadlo con devoción y adoración y con recogimiento exterior e interior. Será con esas actitudes con las que habréis de servir a vuestros hermanos.

Y todo el servicio que vais a desplegar en vuestro ministerio de diáconos se sustenta en una sólida espiritualidad, como se os va a recordar en la plegaria de ordenación: un estilo de vida evangélica, un amor sincero a Dios y a los hermanos, solicitud por los pobres y enfermos, una autoridad discreta, una pureza sin tacha y una observancia de las obligaciones espirituales. Dos de esas obligaciones las estrenáis en el diaconado, aunque ya las hayáis hecho vuestras desde que reconocisteis en vosotros la llamada del Señor. Una de ellas es la Liturgia de las Horas, a cuyo rezo asiduo os vais a comprometer en las promesas que enseguida vais a hacer ante mí y ante el pueblo cristiano, que hoy asiste gozoso a esta ordenación. El rezo de la Liturgia de las Horas es la expresión del espíritu de oración que os ha de caracterizar y por el que iréis creciendo día a día en la intimidad con Jesucristo, conscientes de que, sin Él, no podéis vivir el diaconado ni los demás ministerios que la Iglesia os encomiende. La Liturgia de las Horas es también para vosotros solicitud servidora por el Pueblo de Dios, desplegado en su catolicidad y con rostro
cercano en los fieles a los que a partir de ahora vais a servir.
Que el Señor os bendiga y Santa María del Puerto os proteja siempre.
Amén.

+ Amadeo Rodríguez Magro
Obispo de Plasencia

Plasencia, 9 de octubre de 2010