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martes, 13 de abril de 2010

Los curas, la pederastia y lo que hay detrás


La Iglesia católica está viviendo una situación difícil. Uno de los delitos más execrables que se pueden cometer es el abuso sexual a los niños, y los casos de sacerdotes que han ejecutado ese delito se van sumando en diversas partes del mundo. Hasta el propio Benedicto XVI está puesto en solfa bajo la acusación de encubrimiento de un caso en la diócesis alemana de la que fue obispo y de otros, como responsable máximo, en el dicasterio vaticano de la doctrina de la fe.
Tengo, primero, que decirles que soy sacerdote. Y en mis funciones como pastor me he encontrado varias veces con la acusación abstracta, a los curas en general pero dicha a mí, de desviación sexual. Como no he ejercido el ministerio en ambientes de cristiandad, sino entre personas poco cercanas a la Iglesia, me ha tocado escuchar frases como ésta: "Pues dicen que todos los curas son bujarrones…". O directamente se me ha argumentado, más intelectualmente pero con la misma intención, que el celibato, que yo vivo como opción personal, no puede ser sino fuente de represión que lleva a desviaciones psíquicas y afectivas: "No, tú no; yo hablo de la mayoría".
Ya hace ya 20 años, un grupo de jóvenes de un movimiento apostólico con los que yo trabajaba hizo una encuesta entre sus compañeros sobre grupos sociales y marginación; el grupo que salió con más alto índice de rechazo social era el de los sacerdotes; sin que ellos hubieran conocido ningún "mal cura", más bien al contrario. Yo estaba a punto de ordenarme sacerdote y comencé a comprender que, en los ambientes anticlericales, a los que me sentía llamado a servir, iba a cargar con muchas culpas de las que yo no tenía ninguna responsabilidad, pero que iban a pesar directamente sobre mí. La gente de aquella barriada, cuya primera base social fueron presos del canal no identificaban en el grupo de "los curas" a los sacerdotes que habían luchado con ellos, codo con codo, para instaurar una sociedad de justicia y libertad.
Les digo todo esto porque no podía imaginarme que, negro sobre blanco, en periódicos de derechas y de izquierdas, sin reparo ninguno, se hicieran acusaciones soeces, ambiguas y generales sobre todos los sacerdotes, ante los casos concretos de abusos a menores y ante la forma de tratar esa situación, tan profundamente inhumana, de los máximos responsables eclesiásticos. El porcentaje de delincuentes por pedofilia entre el clero es mucho menor que en el resto de grupos sociales. Muchas de las acusaciones, que recaen sobre todos nosotros, tienen una componente política poco disimulada -aunque de esto se podía hablar más en las dos direcciones-. Pero como los creyentes sabemos que la Iglesia ha de estar siempre en proceso de conversión, esta situación creada nos ha de mover no a enrocarnos en la animosidad de algunas acusaciones, sino a buscar las raíces de este aluvión de casos de pederastia, que, en el porcentaje que sea, es una profunda anomalía en la comunidad cristiana y tiene que llevarnos a una actitud de sentido dolor y de efectiva transformación.
¿Por qué no se han denunciado a la Justicia en su momento los abusos de un sacerdote? Pues por la misma razón que las madres de muchos niños de los que han abusado un tío, un vecino, o su propio padre, no lo han hecho. Sopesaban el daño que se le podía seguir haciendo a su hijo, el estigma social con los que los marcaban, el calvario de juicios e interrogatorios que iban a sufrir, y, cuando el abusador era el propio padre, la vergüenza de ser hijo de un "ser tan despreciable" -por desgracia no hablo de memoria-. Pero en la Iglesia hay una razón-sinrazón más. La forma de entender el ministerio sacerdotal de una parte de la Iglesia se ha fundado en la dignidad y en el misterio de la ordenación, más que en el servicio apostólico a la comunidad cristiana. Se ha hecho, y se quiere hacer, del sacerdote un hombre que no es de este mundo, un hombre que por la ordenación pertenece ya al ámbito del misterio de lo sagrado, un hombre en el que lo que importan son sus poderes sacramentales, no su testimonio de vida. Se ha hecho hincapié no en una espiritualidad de servicio a la comunidad cristiana y al mundo que Dios ha creado, sino en una espiritualidad de la separación de ese mundo, en una actitud de poder sobre los cristianos y los diversos grupos de la Iglesia.
Yo valoro mucho la llamada de consagración que Dios nos ha hecho a muchos hombres y mujeres, y creo que el celibato es una inmensa riqueza en la Iglesia católica. Como todo lo humano, ambiguo; pero no podemos olvidar la libertad espiritual y pastoral que posibilita, ni la vida de entrega radical de tantos y tantos sacerdotes por el bien del mundo y de la Iglesia. Si la Iglesia romana se decide a ordenar a hombres casados será porque descubra la riqueza que supone el ministerio presbiteral desde la vida familiar, no como un mal menor. Pero en nuestro mundo la espiritualidad de los sacerdotes no puede ser una espiritualidad de "caparazón defensivo", no puede ser espiritualidad de separación, de ropas, de ritos, de dignidades impostadas; en un mundo secular, como el nuestro, la espiritualidad de los presbíteros ha de ser de consistencia interna, de vertebración personal. Nuestra espiritualidad ha de ser al modo del sistema óseo de los vertebrados, no como el caparazón de la tortuga.
Publicado en Diario de Sevilla, por José Joaquín Castrillon.