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sábado, 27 de marzo de 2010

Asomarse a la procesión


Queridos Hermanos y amigos: paz y bien.

Días de primavera primeriza, era el ambiente de mi Madrid natal cuando abrigado para la estación iba de la mano de mis mayores a alguna procesión de semana santa. Mi entonces estatura infantil siempre conseguía sacar entrada de primera fila subido al adoquín de la acera para ver pasar lo que allí se exhibía.

Mis ojos de niño se abrían de par en par y sin pestañear leía esa página de tradición sagrada en el libro de un desfile que paseaba una historia de amor. Agarrado a la mano mi abuela, no perdía ripio de cuanto allí se insinuaba entre soldados romanos, sibilas cantari-nas, extras judíos y muchos capuchones que tapaban su nombre y su rostro mientras des-calzos caminaban cual penitentes de la calzada. Finalmente venían los pasos paseados del mejor arte y de la más rendida fe hecha talento y piedad: era como un relato de la pasión del Señor al que se ponía ruedas, proponiendo en las carrozas religiosas escenas de un precio que Dios quiso pagar para rescatar nuestra felicidad secuestrada, para encauzar nuestra perdida salvación.
Cuando luego ya de adulto me fijo en los pequeños que agolpan las aceras sostenidos por sus padres o sus abuelos, se me va la imaginación a aquella época de antaño y me surge la gratitud por el hondo significado que tiene la escenografía creyente de nuestras procesiones semanasanteras. Es algo que debemos saber agradecer a las Cofradías y Hermandades de nuestros pueblos y ciudades. A ellos les hace bien, y ellos hacen tanto bien a quienes contemplan el resultado del esfuerzo artístico y piadoso de todo ese trabajo bien realizado en varios meses de preparación, un bien que se completa desde la forma-ción cristiana de sus miembros y desde el testimonio en la caridad.

Llegando la semana santa de cada año sale, una tras otra, la procesión. Nuestras ca-lles y plazas se revisten de la magia sagrada que en estos días de mil modos se narra, pero no podemos olvidar cómo esa historia no es el simple viaje a un ayer ya muy lejano. Es el relato de algo que sigue sucediendo hoy porque Dios sigue dando su vida y acompañando la nuestra como hace veinte siglos, como desde toda la eternidad y para siempre jamás.

Se llamará de otro modo la traición de los judas modernos que amañarán con su beso la triste recompensa de 30 monedas de privilegio resentido; distinto aparecerá el huerto de Getsemaní en donde entre sudores de sangre y somnolencias discipulares se volverá a apresar a un Dios inocente; serán otras las lágrimas que los pedros verterán en los patios de la indiferencia o de la fobia contra Cristo; los caifás, los pilatos y los barrabases seguirán saliendo a la escena cada cual con su insidia, su cobardía o su aprovechamiento; y otro nombre llevará la vía dolorosa en la que repetirán blasfemos su crucifícale quienes entregados decían antes sus hosannas; pero serán únicos quienes como María y Juan es-tén al pie de la cruz de cada crucificado, en donde un único Jesús no deja de dar hasta la última gota de su amor redentor.

Es la remembranza de nuestras procesiones. Nuestra procesión continúa hoy teniendo como cirineo nada menos que a Dios, y Él también nos ofrece su lienzo como aquella conmovida Verónica, y nos consuela en nuestros llantos, y se deja clavar en la cruz de nuestros despropósitos torpes y tardíos. En esta procesión que se llama falta de fe, falta de pan, falta de trabajo, falta de esperanza, falta de significado, Dios se hace encontradizo. Mis ojos de adulto hoy, como ayer aquellos ojos de niño, se vuelven a sorprender agradecidos porque en la vida Dios se asoma a nuestra procesión cuando nosotros nos asomamos a la de Él.

El Señor os bendiga y os guarde.

+ Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo y Adm. Apost. de Huesca y de Jaca