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jueves, 1 de abril de 2010

Homilía en la Misa Crismal del arzobispo de Oviedo



Queridos Sr. Arzobispo emérito, Sr. Obispo auxiliar, hermanos en el sacerdocio, diáconos, seminaristas, miembros de la vida consagrada, fieles laicos: paz y bien.
«Sus heridas nos han curado» (1 Pe 2,24), escucharemos en estos días santos. Paradójicamente las heridas de un inocente serán el modo de curación para nuestros males culpables. No en vano se nos invitaba al comienzo de la cuaresma con aquel grito del apóstol Pablo: «Dejaos reconciliar con Dios» (1 Cor 5,2-6,20).
En la Misa Crismal que celebramos en la Semana Santa, acudimos con esta necesidad en nuestras vidas: la de dejarnos reconciliar con Dios y con cuanto Dios ama. En esta apertura en la que el Señor abraza nuestra pobreza más humilde, le descubrimos con su corazón de Padre que le hace madrugar cada mañana para otear nuestro regreso: el propio del hijo pródigo que se alejó huyendo a sus engaños, o el propio del hijo a sueldo que vivía en casa sin entraña filial.

Él nos reconcilia ofreciéndonos las heridas de su propio Hijo bienamado para que nuestras cicatrices sean curadas. Por este motivo consagraremos en esta especial Eucaristía los óleos santos, el aceite que la Iglesia vierte en nuestras heridas para hacerlas cristianas y nos permite vivir nuestra condición filial con Dios como pobres hijos, pero nunca como tristes huérfanos.

El crisma con el que fuimos ungidos en nuestro bautismo, con el que signaron nuestra frente al ser confirmados y con el que consagraron nuestras manos sacerdotales in aeternum, es el bálsamo bendito que hoy volveremos a pedir al cielo, para que nuestras heridas todas, nuestra circunstancia y nuestro ministerio, sea todo de veras untado con el óleo sagrado con el que Dios nos sostiene, nos fortalece, nos cura y envía. Que la alcuza de nuestra esperanza rebose de ese bálsamo santo y que seamos testigos de la reconciliación en un mundo dividido.

2. Aviva la gracia que recibiste por la imposición de las manos
Pero en esta Misa Crismal los sacerdotes ordenados vamos a renovar nuestras promesas sacerdotales. Quien preside en la caridad esta Iglesia particular como sucesor de los Apóstoles, el obispo, con sus hermanos presbíteros invita −y él es invitado− a renovar la respuesta a esta inmerecida llamada de ser sacerdotes de Cristo.

Desde los sacerdotes más ancianos o los que más recientemente han sido ordenados, todos tenemos una historia vocacional. Una historia en la que ha brillado el sol más radiante evidenciando el color que tiene la vida, o en la que no ha faltado quizás la noche cerrada hurtándonos la vista y la alegría. Entre esperanzas gozosas y cansancios escépticos, hemos ido surcando los distintos mares o adentrándonos en profundos valles en los que hemos dejado a raudales nuestra ilusión, nuestro buen hacer y también nuestras dudas o extravíos. Pero no somos rehenes de eso peor que nos hace resentidos, agriándonos el pálpito y la mirada, sino que queremos ser testigos de una novedad que nos permite estrenar lozanos lo que cada día se nos vuelve a regalar en nuestro ministerio desde una llamada que no quiere caer en el olvido.
Los sacerdotes somos revestidos con el atuendo celebrativo el día de nuestra ordenación sacerdotal por los compañeros que nos arropan y acompañan en tan feliz momento. Serán esos mismos compañeros u otros nuevos los que vuelvan a revestirnos poniendo sobre nuestro féretro las ropas sacerdotales el día en el que seamos llamados por el Señor. Entre uno y otro revestimiento sucede esa biografía sacerdotal con sus fechas, encomiendas, compañías y domicilios. San Pablo dirá con emoción a su discípulo Timoteo aquello que tantas veces hemos leído los sacerdotes: «Te recomiendo que reavives el carisma de Dios que está en ti» (2 Tim 1, 6). Efectivamente, cuando el obispo nos impuso las manos en la cabeza nos transmitía ese sagrado poder, un poder para servir, un poder ministerial, que nos hizo sacerdotes para siempre.

Estamos casi concluyendo el año jubilar sacerdotal con motivo del 150 aniversario de la muerte de un santo cura de pueblo: San Juan María Vianney, el cura de Ars. Al comienzo de este año de gracia quise recordar que este patrono nuestro no escribió tratados místicos ni sumas teológicas, no fue célebre por viajes misioneros ni por haber fundado una cadena de monasterios. Su virtud más eminente fue vivir con sencillez su ser sacerdotal. Dios y las almas en su corazón de cura bueno. Predicar como quien transmite la verdad del evangelio sin arrogancia y sin traición. Visitar a los enfermos como quien lleva el bálsamo más importante, que es la esperanza. Acoger a los pecadores en la confesión, para ofrecer la misericordia tierna y fiel del Padre Dios. Celebrar los sacramentos todos: la santa misa, los bautismos, los matrimonios; dar catequesis y caminar junto a tu pueblo.

Este santo cura de Ars es nuestro patrono como sacerdotes. En su año jubilar estamos teniendo un motivo para renovar nuestra ilusión ministerial. Que no tenga cabida la soledad que aísla, ni la amargura que nos hace pobres hombres sin alegría, ni la relajación que mundaniza nuestra mente y seca el corazón. A través de los distintos lugares por donde como sacerdote he vivido, me he encontrado curas que habiendo descuidado su vida, su espiritualidad, su comunión con la Iglesia, su sincero afecto por el Señor y su entrega generosa a las personas que se les confió, llevan una vida triste y una triste vida, llena de un vacío que no sirve ni para ellos mismos.

En estas últimas semanas hemos asistido al conocimiento de casos bien lamentables, donde hermanos nuestros, sacerdotes y religiosos, han cometido unos de los pecados más deleznables: abusar de los más pequeños, de modo torpe y cobarde. Jesús en el Evangelio hablaba de que más le valdrían a los tales que les colgasen una rueda de molino al cuello y los tiraran al mar. Esto lo decía el manso y dulce Jesús, que cuando se trata de defender lo más indefenso, como son los niños, no usa de paños calientes. Que quienes han cometido semejantes pecados den cuenta ante Dios y ante los tribunales lo que les corresponda. Pero dicho esto, con toda nuestra fuerza, hemos de decir que es otro exceso el presentar semejante pecado como si fuera un pecado del clero católico, vertiendo la sospecha de que cualquier cura o fraile puede ser presunto pederasta. Salpicar así el nombre de la Iglesia y el nombre de la inmensísima, abrumadoramente inmensa, comunidad de sacerdotes católicos es algo que tiene una intencionalidad y bien lo saben quienes la orquestan.

Para esto hemos sido ungidos, hermanos, y a esto hemos sido enviados, para dar la buena Noticia a los que sufren de veras, y anunciar una libertad a los que están cautivos con cualquier cadena. Como nos ha dicho Isaías, que los que nos vean puedan reconocer que somos la estirpe que bendijo el Señor.

Trabajemos de todos los modos posibles por nuestro Seminario. Que la voz de Dios que sigue llamando a nuestros jóvenes encuentre en nuestra vida sacerdotal el mejor comentario, y que suscite en ellos el reconocimiento de que lo que Dios les pide se puede verificar en nuestro ministerio.

Los óleos santos y la renovación de nuestras promesas sacerdotales nos han traído hoy aquí para celebrar el regalo de Dios que se hace cercano, solidario y tierno. Con el santo Pueblo de Dios que nos acompaña, con nuestros consagrados y laicos, acojamos el don que recibimos el día de nuestra ordenación sacerdotal, volvamos a decir nuestro sí, y que aquel que comenzó en nosotros la obra buena Él mismo la lleve a feliz término.

El Señor os bendiga y os guarde.

+ Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo y Adm. Apost. de Huesca y de Jaca