
El pasado 5 de septiembre de 2010, la Cruz de la Jornada Mundial de la Juventud y el icono de la Virgen María, que fueron regalados por el Papa Juan Pablo a los jóvenes en el año 1984 y que recorren el mundo, visitaron la Prisión Provincial de Pamplona en su visita por diferentes monasterios, santuarios, hospitales y parroquias de Navarra.
También tuvimos la gran suerte de que visitara la cárcel de Pamplona, pero este encuentro no fue uno más. Fue una mañana cargada de amor, agradecimiento, magia, consuelo, perdón y mucha, mucha emoción no contenida.
Puedo hablar de esta experiencia de primera mano porque viví este día con gran emoción y agradecimiento a Dios. Mi esposo y yo pertenecemos desde hace más de doce años al Voluntariado Cristiano de Pastoral Penitencia de la Diócesis de Pamplona. Y él lo hace desde hace poco más de tres años, desde su Ordenación como Diácono, como adjunto a la capellanía de la prisión y yo continúo mi labor como voluntaria.
Intentaré poner palabras a tanto corazón, a tanta vivencia difícil de explicar.
Desde hacía tiempo que desde la Pastoral Penitenciaria íbamos informando y catequizando a los internos del día que se acercaba, el día en que la Cruz visitaría la cárcel donde ellos se encuentran padeciendo y sobreviviendo. Así que había una gran expectación por parte de todos. Preparamos la celebración con gran cariño, mimo y cuidado.
Los voluntarios, expectantes, esperábamos ante la puerta del Centro el momento de poder ver y tocar la gran Cruz, sencilla, sin adornos y llena de significado para todos. Al final llegó junto con el icono de la Virgen en una gran camioneta, impresionaba su tamaño y desnudez. Poco a poco, lentamente, como son las entradas en una cárcel, llegamos al centro de las galerías. Los internos ya esperaban para portar ellos la cruz hasta la galería donde iba a tener lugar la Eucaristía. No era un día cualquiera, nuestros amigos y hermanos presos sabían que era una cita importante, estaban nerviosos, expectantes, todos querían tocar y llevar la Cruz y el icono. Era impresionante ver cómo portaban la Cruz porque a su lado también llevaban sus cruces personales y aquellas que con sus hechos habían producido a otros.
La Celebración fue presidida por nuestro Arzobispo D. Francisco Pérez González, habitual visitante de estos muros. Al faltar la sujeción que habitualmente acompaña a la Cruz –y que parecía no ser casual- dos internos se ofrecieron para sostener la Cruz durante toda la Celebración. Sergio y Marcos se abrazaban por detrás de la Cruz para que estuviera todo el tiempo en pie. Esta escena recordaba a los dos ladrones crucificados junto a Jesús, en este caso los dos ladrones eran buenos, como dice mi marido. Una imagen que ha quedado grabada muy dentro. Los presos fueron quienes leyeron las lecturas, las peticiones, junto con los jóvenes voluntarios de la Cruz que también estuvieron. La hermana Glenda puso su nota dulce y entrañable con sus cantos.
La Celebración se hizo en un lenguaje entendible para todos: el del corazón. El silencio era palpable, la seriedad de los presos, la unción en cada oración… Personas de todo el mundo, porque la cárcel hoy día es un lugar de encuentro de personas de todas las razas, culturas y creencias, hablando un mismo idioma: el del Amor. Y en ese clima iba transcurriendo la misa. Fernando nos proclamó el Evangelio que nos decía que el que quisiera seguir a Jesús que cargara con sus cruz y lo siguiera. Y eso es lo que estaba ocurriendo: intentábamos sobrellevar nuestras cruces pero con Él. Éramos muchos los que apenas podíamos rezar en voz alta por el grado de emoción que iba tomando la Celebración.
Y llegó un momento muy esperando en el que todos los internos querían participar: el de las ofrendas. Se prepararon unas cartulinas de colores plastificadas con unas frases que señalaban las cruces de los internos. Antes de comenzar la misa les dimos a elegir a los internos qué cruz escogerían ellos. Y todos decían que habían elegido la adecuada. Así que cuando llegó el momento de las ofrendas, uno a uno, en perfecta fila, fueron llegando hasta la Cruz con un gran respeto, arrepentimiento y lágrimas. Cuando llegaban donde se encontraba D. Francisco, éste les daba un gran abrazo de padre acogedor y tenía palabras de afecto para cada uno y ellos se dejaban abrazar como hijos pródigos que vuelven a la casa del Padre. A continuación pegaban en la Cruz sus cruces personales para que Jesús fuera quien les ayudara a llevarlas, son cruces pesadas y dolidas. Nadie podíamos aguantar las lágrimas y la alegría y se nos notaba en las miradas que allí nos dirigíamos todos. Al terminar este momento, Fernando, mi esposo, leyó en voz alta una por una las cruces que ellos habían colocado. La emoción iba en aumento, se hacía palpable la presencia de Dios en aquel lugar tan apartado del mundo y, sin embargo, también es nuestro mundo, tiñendo los muros del color de la esperanza. Nuestro Arzobispo D. Francisco, tuvo que parar la Celebración varios minutos, se quitó las gafas y comenzó a llorar con sus manos cubriéndole el rostro. ¿Cómo expresar en palabras las caricias y los susurros que Dios nos dedicaba a cada uno al corazón?
La cruz hasta entonces, sencilla, desnuda… se habitó de Cristo y también del dolor y las penas de cada uno de los presos. Dios llamaba a las puertas de su corazón y había entrado hasta el fondo. La oración, en forma de silencio, lo llenaba e iluminaba todo. Aquella galería se convirtió en el mejor lugar donde estar porque allí, verdaderamente, se manifestó Dios. Dios salía al encuentro del hermano ayudándole a cargar con su cruz y compartiendo su calvario.
Estas son algunas de sus cruces adheridas a la gran Cruz:
Siento el dolor de mi familia.
Siento que mi vida no tiene sentido.
Cada día, cada noche, lloro en mi interior, la vida aquí me hunde.
Estoy sin familia, fuera de mi tierra.
Me siento abandonado.
Me siento culpable.
Estoy encarcelado y vivo un infierno.
Me asusta el futuro.
No siento el cariño familiar.
He perdido la autoestima.
Siento el desprecio, a la vez que me duele mi pecado.
Te ofrezco mi pecado.
No tengo intimidad…
Y un largo etc… de situaciones que terminan por quitar el sueño, la paz y el sosiego.
Cuando terminó la Celebración, los rostros habían cambiado, eran rostros de paz, de serenidad, de agradecimiento, llenos de una gran sonrisa, las manos eran manos abiertas que daban, esperaban y acogían.
La Cruz y el icono fueron transportados de nuevo por los internos –ahora ya liberados- por los mismos pasillos de antes, que ahora parecían más anchos y cálidos. Las puertas de la cárcel se abrían de nuevo, pero dejando una gran verdad en el corazón de los internos: Dios les había visitado y ahora se quedaría para siempre con ellos.
La Cruz y el icono siguieron hacia la Catedral de Pamplona, a la que les esperaban centenares de fieles y después, al terminar sus viajes por tierras navarras, continuaban hacia Cantabria y Asturias. Pero la Cruz también había cambiado: estaba llena de las cruces de colores de unas personas ahora ya con esperanza de futuro y seguros de que podrían llevarlas con la ayuda de Dios.
Paloma Pérez Muniáin.
Voluntaria de Pastoral Penitenciaria.
Esposa de Fernando Aranaz, diácono de Pamplona.
También tuvimos la gran suerte de que visitara la cárcel de Pamplona, pero este encuentro no fue uno más. Fue una mañana cargada de amor, agradecimiento, magia, consuelo, perdón y mucha, mucha emoción no contenida.
Puedo hablar de esta experiencia de primera mano porque viví este día con gran emoción y agradecimiento a Dios. Mi esposo y yo pertenecemos desde hace más de doce años al Voluntariado Cristiano de Pastoral Penitencia de la Diócesis de Pamplona. Y él lo hace desde hace poco más de tres años, desde su Ordenación como Diácono, como adjunto a la capellanía de la prisión y yo continúo mi labor como voluntaria.
Intentaré poner palabras a tanto corazón, a tanta vivencia difícil de explicar.
Desde hacía tiempo que desde la Pastoral Penitenciaria íbamos informando y catequizando a los internos del día que se acercaba, el día en que la Cruz visitaría la cárcel donde ellos se encuentran padeciendo y sobreviviendo. Así que había una gran expectación por parte de todos. Preparamos la celebración con gran cariño, mimo y cuidado.
Los voluntarios, expectantes, esperábamos ante la puerta del Centro el momento de poder ver y tocar la gran Cruz, sencilla, sin adornos y llena de significado para todos. Al final llegó junto con el icono de la Virgen en una gran camioneta, impresionaba su tamaño y desnudez. Poco a poco, lentamente, como son las entradas en una cárcel, llegamos al centro de las galerías. Los internos ya esperaban para portar ellos la cruz hasta la galería donde iba a tener lugar la Eucaristía. No era un día cualquiera, nuestros amigos y hermanos presos sabían que era una cita importante, estaban nerviosos, expectantes, todos querían tocar y llevar la Cruz y el icono. Era impresionante ver cómo portaban la Cruz porque a su lado también llevaban sus cruces personales y aquellas que con sus hechos habían producido a otros.
La Celebración fue presidida por nuestro Arzobispo D. Francisco Pérez González, habitual visitante de estos muros. Al faltar la sujeción que habitualmente acompaña a la Cruz –y que parecía no ser casual- dos internos se ofrecieron para sostener la Cruz durante toda la Celebración. Sergio y Marcos se abrazaban por detrás de la Cruz para que estuviera todo el tiempo en pie. Esta escena recordaba a los dos ladrones crucificados junto a Jesús, en este caso los dos ladrones eran buenos, como dice mi marido. Una imagen que ha quedado grabada muy dentro. Los presos fueron quienes leyeron las lecturas, las peticiones, junto con los jóvenes voluntarios de la Cruz que también estuvieron. La hermana Glenda puso su nota dulce y entrañable con sus cantos.
La Celebración se hizo en un lenguaje entendible para todos: el del corazón. El silencio era palpable, la seriedad de los presos, la unción en cada oración… Personas de todo el mundo, porque la cárcel hoy día es un lugar de encuentro de personas de todas las razas, culturas y creencias, hablando un mismo idioma: el del Amor. Y en ese clima iba transcurriendo la misa. Fernando nos proclamó el Evangelio que nos decía que el que quisiera seguir a Jesús que cargara con sus cruz y lo siguiera. Y eso es lo que estaba ocurriendo: intentábamos sobrellevar nuestras cruces pero con Él. Éramos muchos los que apenas podíamos rezar en voz alta por el grado de emoción que iba tomando la Celebración.
Y llegó un momento muy esperando en el que todos los internos querían participar: el de las ofrendas. Se prepararon unas cartulinas de colores plastificadas con unas frases que señalaban las cruces de los internos. Antes de comenzar la misa les dimos a elegir a los internos qué cruz escogerían ellos. Y todos decían que habían elegido la adecuada. Así que cuando llegó el momento de las ofrendas, uno a uno, en perfecta fila, fueron llegando hasta la Cruz con un gran respeto, arrepentimiento y lágrimas. Cuando llegaban donde se encontraba D. Francisco, éste les daba un gran abrazo de padre acogedor y tenía palabras de afecto para cada uno y ellos se dejaban abrazar como hijos pródigos que vuelven a la casa del Padre. A continuación pegaban en la Cruz sus cruces personales para que Jesús fuera quien les ayudara a llevarlas, son cruces pesadas y dolidas. Nadie podíamos aguantar las lágrimas y la alegría y se nos notaba en las miradas que allí nos dirigíamos todos. Al terminar este momento, Fernando, mi esposo, leyó en voz alta una por una las cruces que ellos habían colocado. La emoción iba en aumento, se hacía palpable la presencia de Dios en aquel lugar tan apartado del mundo y, sin embargo, también es nuestro mundo, tiñendo los muros del color de la esperanza. Nuestro Arzobispo D. Francisco, tuvo que parar la Celebración varios minutos, se quitó las gafas y comenzó a llorar con sus manos cubriéndole el rostro. ¿Cómo expresar en palabras las caricias y los susurros que Dios nos dedicaba a cada uno al corazón?
La cruz hasta entonces, sencilla, desnuda… se habitó de Cristo y también del dolor y las penas de cada uno de los presos. Dios llamaba a las puertas de su corazón y había entrado hasta el fondo. La oración, en forma de silencio, lo llenaba e iluminaba todo. Aquella galería se convirtió en el mejor lugar donde estar porque allí, verdaderamente, se manifestó Dios. Dios salía al encuentro del hermano ayudándole a cargar con su cruz y compartiendo su calvario.
Estas son algunas de sus cruces adheridas a la gran Cruz:
Siento el dolor de mi familia.
Siento que mi vida no tiene sentido.
Cada día, cada noche, lloro en mi interior, la vida aquí me hunde.
Estoy sin familia, fuera de mi tierra.
Me siento abandonado.
Me siento culpable.
Estoy encarcelado y vivo un infierno.
Me asusta el futuro.
No siento el cariño familiar.
He perdido la autoestima.
Siento el desprecio, a la vez que me duele mi pecado.
Te ofrezco mi pecado.
No tengo intimidad…
Y un largo etc… de situaciones que terminan por quitar el sueño, la paz y el sosiego.
Cuando terminó la Celebración, los rostros habían cambiado, eran rostros de paz, de serenidad, de agradecimiento, llenos de una gran sonrisa, las manos eran manos abiertas que daban, esperaban y acogían.
La Cruz y el icono fueron transportados de nuevo por los internos –ahora ya liberados- por los mismos pasillos de antes, que ahora parecían más anchos y cálidos. Las puertas de la cárcel se abrían de nuevo, pero dejando una gran verdad en el corazón de los internos: Dios les había visitado y ahora se quedaría para siempre con ellos.
La Cruz y el icono siguieron hacia la Catedral de Pamplona, a la que les esperaban centenares de fieles y después, al terminar sus viajes por tierras navarras, continuaban hacia Cantabria y Asturias. Pero la Cruz también había cambiado: estaba llena de las cruces de colores de unas personas ahora ya con esperanza de futuro y seguros de que podrían llevarlas con la ayuda de Dios.
Paloma Pérez Muniáin.
Voluntaria de Pastoral Penitenciaria.
Esposa de Fernando Aranaz, diácono de Pamplona.