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jueves, 13 de octubre de 2011

Comentario al evangelio del 16 de octubre de 2011

Moneda de cambio (Mt 22,15-21)


Ha pasado a nuestro refranero y constituye una máxima de sabiduría humana. Aquella pregunta con la que quisieron acorralar a Jesús era realmente ingeniosa, llena de un doble filo, pero no de menor calidad fue la respuesta, con un talento que dejó a sus demandantes boquiabiertos. Las cuerdas contra las que quieren empujar a Jesús serán las que en definitiva le llevarán a la muerte, humanamente hablando. Los fariseos le acusarán de blasfemo ante el Pueblo escogido ("razón" religiosa) y de insurrecto o revolucionario ante el emperador romano y su representante en Jerusalén ("razón" política). El lazo que tienden a Jesús no es más que una primera entrega muy habilidosa de esa voluntad de los fariseos de colocar a Jesús en una batalla que Él nunca tuvo ni en la que jamás estuvo: Dios y el César. Así de envenenado era el transfondo de esa pregunta tan aparentemente inocente e inicua.

El Señor no va a desprestigiar ni a ensalzar al gobierno político de turno, que en aquel caso detentaba Roma y su César. La intención de Jesús y su pretensión salvífica no consistía ni en derrocar al César ni tampoco en perpetuarlo. Jesús se movía en otro plano y eran otros sus planes: los del Padre, su Reino de Dios. Por esto Él no dejará de proclamar su misión, el por qué ha venido a nuestra historia.

De esta manera no caería en la tentación espiritualista ni en la politiquera. Con la historia en la mano, no es indiferente uno que otro César, porque no todos han favorecido igualmente el debido respeto a Dios y el debido respeto al hombre. El verdadero gobernante no es el que se compromete con el hombre pero haciéndolo contra Dios, ni tampoco el religioso que se presenta como aliado de Dios, pero marginando a los hombres.

El discurso cristiano sobre el "César" y Dios es una "moneda de cambio", en la que sin identificar al "César" y todo lo que significa de gestión política, económica, cultural, social, etc., con el plan de Dios, puedan caminar lo más próximo posible. El cristiano de hoy, sin nostalgias medievales, aspira a crear esa ciudad sobre el monte de la que habla la Escritura, esa civilización del amor de la que han hablado Pablo VI y Juan Pablo II y Benedicto XVI. Sin dualismos y maniqueísmos torpes y fáciles, ojalá que cada generación cristiana hagamos una ciudad propia de nuestro tiempo, pero en la que Dios tenga sitio y el hombre dignidad, ya que donde no cabe Dios malamente le va bien al hombre, y donde no cabe el hombre es que han expulsado a Dios.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo