Se acerca la fiesta de la Inmaculada y me pongo las gafas de cerca para mirar a María, no perdida en las alturas celestiales, sino tal como aparece en la letra pequeña del Evangelio, en sus repeticiones y sus frecuencias.
Al fijarme en lo que se repite al hablar de ella ganan tres verbos: “conocer”, “buscar” y “estar”.
Aparece, ya de entrada, en la escena de la anunciación como sujeto del verbo preguntar: “Se preguntaba qué saludo era aquel…”; casi inmediatamente es de nuevo un sujeto no-conocedor: “¿Cómo será esto porque no conozco…? Un poco más adelante, cuando el Niño se pierde en el templo, protagoniza junto con la acción de buscar: “Se pusieron a buscarlo”…, “volvieron en su busca”…, “tu padre y yo te buscábamos…”. Y ante la contestación del Niño, de nuevo se sumerge en el no-saber: “ellos no comprendieron…”. El evangelio de Marcos volverá a presentarla en esta misma actitud: “Tu madre está fuera y te busca” (Mc 3,32).
Sillita
Así que con la seguridad que me da la estadística, que para eso está, le invento un nombre nuevo y decido llamarla Nuestra Señora del No-Saber.
Y me entra mucho alivio descubrir a esta María perpleja y buscadora que lo mismo que nosotros no entendía muchas cosas, ni lo tenía todo claro y por eso puede ser compañera de nuestras oscuridades, dudas y perplejidades. Continúo el rastreo evangélico y me permito darle otro nombre que es como el contrapunto del anterior: Nuestra Señora del Saber-Estar.
Nada menos que en tres ocasiones se dice de ella simplemente que “estaba”: “Entrando el ángel donde ella estaba…” (Lc 1,28); “Estaba allí la madre de Jesús” (Jn. 2,1); “Junto a la cruz de Jesús estaba su madre…” (Jn. 19,25) Y se me ocurre que estos dos nombres nos revelan uno de los grandes secretos de su vida y también de la nuestra: eso de seguir estando y permaneciendo y resistiendo también cuando nos envuelva el no-saber.
DOLORES ALEIXANDRE