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domingo, 17 de junio de 2012


ÚLTIMO DÍA EN LA VIEJA CÁRCEL


Hoy, lunes día 11 de junio de 2012,  ha sido el último día que he acudido a la cárcel de Pamplona después de casi catorce años haciéndolo, bueno ahora es ya la vieja cárcel...   El nuevo centro se inauguró el pasado día 5 y parece que el lunes 18 se hará el traslado de los internos al nuevo complejo penitenciario situado en la colina de Santa Lucía.

Como iba diciendo, mi compañera y yo hemos asistido, como cada lunes, al grupo de oración en la sala 5 con los internos. La sala donde habitualmente tenemos estos encuentros, estaba ocupada, así que hemos pedido que se nos abriera el aula 3, que es el despacho del capellán. La emoción ha sido fuerte, más de lo habitual.  Los muebles oscuros y recios de madera ya no estaban, los recuerdos hechos por internos al anterior capellán con más de treinta años de trabajo, ya no colgaban de sus paredes, los armarios con su vieja guitarra han volado y el antiguo banco de iglesia del año mil setecientos y pico, habían dejado paso a la vaciedad total.  Y he pensando en lo que esas paredes en particular han escuchado y han soportado y los secretos que han encerrado. Un interno nos ha ayudado a colocar sillas de la escuela en el habitáculo. La sala parecía más grande de lo habitual, las paredes más altas y sucias y la ventana más inalcanzable que nunca.  El eco y la desnudez no nos ha impedido, una vez más, ponernos en las manos del único Dios capaz de seguir amando con locura de Padre a personas que han tropezado en la vida. Pensándolo bien no nos hacía falta nada más en la sala, porque para comunicarse con Él, sólo basta la voluntad y la sinceridad.

         Hoy hemos contado con la presencia de A. y de A.V.  Es curioso cómo han sucedido las cosas en este nuestro último día en el centenario edificio.  Faltaba en el grupo uno de los habituales componentes, D., así que he salido para decir al interno que suele tomar nota de la lista de personas que acuden al médico, a la trabajadora social… que si veía a D., le dijera que habíamos cambiado de sala y que estábamos en la sala 3, hasta ahora despacho del capellán.  Y me he encontrado con A.V., un muchacho latino con voz fuerte y a la vez dulce y pausada.  Nos hemos encontrado muchos días durante los últimos años cuando entramos o salimos de la cárcel, porque trabaja con los cartones, siempre nos hemos saludado, pero nunca, hasta hoy, habíamos hablado.  Pero su presencia y su media sonrisa, inspiran paz.  Ni siquiera sabía su nombre.  Hoy sé su nombre y un trozo de vida atormentada pero a la vez esperanzada.  Ha dejado lo que estaba haciendo y ha venido al grupo para rezar todos juntos.  A.V. me ha recordado al recaudador Mateo en su mesa de los impuestos, a quien llama Dios para que le siga y no se lo piensa dos veces.

         Hemos entrado de nuevo en la sala desnuda de enseres, pero llena de Él y hemos comenzado a leer el Evangelio del domingo siguiente.  Así rezamos y medimos nuestra vida a la luz de su Palabra.

         A.V. en seguida ha tomado la palabra con su voz baja, cálida y firme.  Lleva casi doce años en prisión y desde hace cinco, disfruta cada cierto tiempo de un permiso.  Pero doce años son… muchos años.  Nos ha contado su historia.  Nosotros, los voluntarios de Pastoral Penitenciaria, nunca preguntamos a las personas presas sobre su delito, ni sobre su vida y menos juzgamos; pero, a veces, acaban hablando de ello porque es bueno sacarlo y compartirlo y sentir que uno no está sólo, que Dios está ahí y los voluntarios intentamos recordárselo. 

Hablaba despacio y pausadamente, pero se intuía que la emoción iba en aumento, nosotras escuchábamos y en un momento determinado, las lágrimas han aparecido, pero A.V. ha continuado con el relato de ese mal momento de su vida, que nunca hubiera tenido que ocurrir, con una cierta serenidad y mucha dignidad.  Le he ofrecido un pañuelo, siempre llevo unos cuantos en el bolsillo y siempre acabamos utilizándolos, pero que duda cabe que las lágrimas limpian los ojos y el corazón y lo endulzan.  Me he acercado a él y le he acariciado el brazo con fuerza para que supiera que no está sólo.  Quise transmitirle todo el amor que Dios le tiene en un simple y sencillo gesto humano.  Mi compañera, con muy buen acierto, le ha dicho que Dios le quiere, incluso más cuando cometemos errores y que Él le acompaña y le ayuda a sanar la herida y que esa paz que va encontrando aunque él no sea consciente de ello, proviene de Dios y de la fuerza que Él le da.  A.V. dice que antes de este episodio fue creyente y tenía convicciones, pero pienso que el día de hoy es un antes y un después en su vida, creo que retomará su relación con Dios –que sinceramente intuyo que nunca perdió- gracias a ese momento íntimo y sincero que acabamos de vivir.

         Nos hemos despedido y hemos deseado a nuestros amigos que el traslado a la nueva cárcel vaya lo mejor posible.  Conforme salíamos, sabiendo que nunca más pisaré esas losas llenas de pasos sin horizontes, marcadas por el peso de cuerpos cansados, volvía la cabeza como queriendo retener en mi memoria y, sobre todo, en mi corazón, tanta vivencia, tanta buena experiencia y tanto amor dado y recibido.  Han sido catorce años de crecimiento personal y espiritual y que después de todo este tiempo, muchas cosas han cambiado en mi vida: por ejemplo, mi idea de Dios, ya no creo en ese Dios romántico de ojos azules y buena planta de las películas de Jesús de Nazaret de mis años de juventud; ese Dios menor ha dado paso a un Dios que ama con pasión a cada uno de sus hijos y más a quienes han perdido el norte y han errado cambiando de camino.

También he comprendido que, como dice el ex-obispo francés Jacques Gaillot: “Una Iglesia que no sirve, no sirve para nada” y que como Iglesia debemos ser bálsamo y luz en el acompañamiento del dolor humano.  También he comprendido que nuestro Dios siempre es justo y misericordioso, que Él siempre me perdona, pero también a mi hermano y que mis faltas no son menos que las de otros.  Y espero seguir creciendo, humana y espiritualmente,  junto a mis hermanos privados de libertad.  A veces en la calle pensamos que las personas presas son ajenas a nosotros o pertenecen a otro mundo extraño y estamos muy equivocados porque son igual a nosotros, igual que tú y que yo, los que están dentro son nuestros padres, madres, hermanos, hijos, primos, amigos…

Otro descubrimiento de estos años ha sido el relato de Caín y Abel en el Génesis (Gn 4, 1-16), tantas veces lo he escuchado pero nunca había profundizado en él, que después de matar Caín a su hermano Abel, Dios le echa de su tierra, Caín reconoce su culpa y, el Señor, como buen Padre que es para sus hijos, dice: “El que mate a Caín será castigado siete veces.  Y el Señor puso una marca a Caín, para que no lo matara quien lo encontrase”.  Esta parte literalmente me pone la carne de gallina. Este Dios, el que he descubierto a lo largo de todos estos años gracias a nuestros amigos presos, es así, es grande, como dicen los seguidores de Alá.  Es más fuerte que nuestro pecado por muy grande que éste sea.  Este relato es sencillamente… conmovedor, emocionante y nos esponja el alma.

         También me viene a la mente una cita del Evangelio en parte causante de entrar a formar parte del voluntariado de Pastoral Penitenciaria.  El relato es el del juicio final de Mateo (Mt 25, 31-46).  En él se constata que no sólo Dios tiene preferencia por aquellos que marginamos y excluimos (que no es lo mismo que marginados y excluidos), sino que Jesús se identifica con los hambrientos y sedientos, los inmigrantes, los desnudos, enfermos y encarcelados porque son Él mismo. Que amar a Dios y amar al prójimo es lo mismo y que en el más humilde encontramos al propio Jesús y en Jesús encontramos a Dios.  Y no podemos olvidar que Jesús estuvo preso antes de morir en la cruz, un preso como cualquiera, con sus miedos, rechazos, soledades, esperanzas…

         Pero, sin duda, el relato que más hemos rezado, nombrado, leído y aconsejado durante todos estos años en la cárcel, es el de la parábola del Hijo Pródigo (Lucas 15, 11-32).  

         Todos hemos sido, somos y seremos “hijos pródigo”, porque en algún momento de nuestra vida, hemos abandonado la casa de nuestros padres y hemos corrido detrás de otras voces que nos han hablado de otras promesas atrayentes y seductoras.  Pero cuanto más nos alejamos del lugar donde habita Dios, menos somos capaces de seguir escuchándole y nos enredamos cada vez más, buscando el amor y la felicidad allá donde no se encuentran.  Su Padre no le obliga a quedarse en casa, le deja marchar, sabiendo el dolor que esto traerá y todo por amor. 

         El hijo al perderlo todo, sintió la soledad más profunda y vio de pronto que el camino emprendido le llevaba a la autodestrucción.  Así actúa Dios con nosotros, con sus hijos pródigo, que por amor nos da la libertad suficiente sabiendo que podemos abandonar el hogar, aunque Él sale cada atardecer al camino para ver si regresamos a casa y, cuando así lo hacemos, apenas sin dejarnos hablar, nos abraza y nos colma de besos, como sólo un padre bueno sabe hacer. 

         Y esto lo sabemos muy bien en la cárcel: que Dios es más grande que nuestro pecado y nuestras miserias y no perdemos nunca nuestra dignidad, porque esa dignidad nos viene de Dios, no de nuestros actos.  Esta es la buena noticia que debemos proclamar.

         En mi corazón han quedado fijados para siempre tantos hombres y mujeres conocidos, queridos y llamados por su nombre, tantas historias vividas, muchas experiencias profundas, otras divertidas, también surrealistas, momentos de mucho dolor y confusión, también con espacios para las buenas noticias, despedidas sin cumplir, historias con mucha carga emocional y otras muy duras, momentos espirituales sublimes y sencillos como han sido los bautizos, las bodas, las primeras comuniones y confirmaciones de algunos internos, alguna que otra mordedura de lengua hasta doler, personas que han muerto víctimas de la desesperación entre estas paredes, que no pudieron resistir el encierro y no supimos remediar, la entrada de la gran Cruz en la cárcel a propósito de la última Jornada de la Juventud y sobre todo la certeza y convicción de que Dios ha caminado entre los pasillos junto a ellos y que se reflejaba en el rostro sufriente de nuestros amigos y, por supuesto, acompañará siempre a cada uno de  ellos, también en el nuevo centro o cuando les den la tan esperada libertad.

         Y seguiremos en la cárcel vieja, en la nueva o en el siguiente invento que el ser humano ideemos haciendo palpable que no sabemos solucionar casi ningún problema que genera nuestra sociedad.  Pero eso sí, tendremos bonitas vistas, con olor a pintura nueva, con piscina pero sin agua, con una buena biblioteca, con un gimnasio con muchos aparatos, por fin con ventanas a la altura de los ojos, con mejores chabolos, con calefacción, con más talleres… y los cristianos seguiremos pensando que lo único que puede redimir al ser humano es… el Amor, el de Dios, por supuesto…

                                                 Paloma Pérez Muniáin
Voluntaria de Pastoral Penitenciaria
                                                 Diócesis de Pamplona
Esposa del diácono permanente Fernando Aranaz Zuza