ÚLTIMO
DÍA EN LA VIEJA CÁRCEL
Hoy, lunes día 11 de junio de 2012, ha sido el último día que he acudido a la
cárcel de Pamplona después de casi catorce años haciéndolo, bueno ahora es ya la
vieja cárcel... El nuevo centro se
inauguró el pasado día 5 y parece que el lunes 18 se hará el traslado de los
internos al nuevo complejo penitenciario situado en la colina de Santa Lucía.
Como iba diciendo, mi compañera y yo hemos asistido,
como cada lunes, al grupo de oración en la sala 5 con los internos. La sala donde
habitualmente tenemos estos encuentros, estaba ocupada, así que hemos pedido
que se nos abriera el aula 3, que es el despacho del capellán. La emoción ha
sido fuerte, más de lo habitual. Los
muebles oscuros y recios de madera ya no estaban, los recuerdos hechos por
internos al anterior capellán con más de treinta años de trabajo, ya no
colgaban de sus paredes, los armarios con su vieja guitarra han volado y el
antiguo banco de iglesia del año mil setecientos y pico, habían dejado paso a
la vaciedad total. Y he pensando en lo
que esas paredes en particular han escuchado y han soportado y los secretos que
han encerrado. Un interno nos ha ayudado a colocar sillas de la escuela en el
habitáculo. La sala parecía más grande de lo habitual, las paredes más altas y
sucias y la ventana más inalcanzable que nunca.
El eco y la desnudez no nos ha impedido, una vez más, ponernos en las
manos del único Dios capaz de seguir amando con locura de Padre a personas que
han tropezado en la vida. Pensándolo bien no nos hacía falta nada más en la
sala, porque para comunicarse con Él, sólo basta la voluntad y la sinceridad.
Hoy hemos contado con la presencia de
A. y de A.V. Es curioso cómo han
sucedido las cosas en este nuestro último día en el centenario edificio. Faltaba en el grupo uno de los habituales
componentes, D., así que he salido para decir al interno que suele tomar nota
de la lista de personas que acuden al médico, a la trabajadora social… que si
veía a D., le dijera que habíamos cambiado de sala y que estábamos en la sala 3,
hasta ahora despacho del capellán. Y me
he encontrado con A.V., un muchacho latino con voz fuerte y a la vez dulce y
pausada. Nos hemos encontrado muchos
días durante los últimos años cuando entramos o salimos de la cárcel, porque trabaja
con los cartones, siempre nos hemos saludado, pero nunca, hasta hoy, habíamos
hablado. Pero su presencia y su media
sonrisa, inspiran paz. Ni siquiera sabía
su nombre. Hoy sé su nombre y un trozo
de vida atormentada pero a la vez esperanzada.
Ha dejado lo que estaba haciendo y ha venido al grupo para rezar todos
juntos. A.V. me ha recordado al
recaudador Mateo en su mesa de los impuestos, a quien llama Dios para que le
siga y no se lo piensa dos veces.
Hemos entrado de nuevo en la sala
desnuda de enseres, pero llena de Él y hemos comenzado a leer el Evangelio del
domingo siguiente. Así rezamos y medimos
nuestra vida a la luz de su Palabra.
A.V. en seguida ha tomado la palabra
con su voz baja, cálida y firme. Lleva
casi doce años en prisión y desde hace cinco, disfruta cada cierto tiempo de un
permiso. Pero doce años son… muchos
años. Nos ha contado su historia. Nosotros, los voluntarios de Pastoral Penitenciaria,
nunca preguntamos a las personas presas sobre su delito, ni sobre su vida y menos
juzgamos; pero, a veces, acaban hablando de ello porque es bueno sacarlo y
compartirlo y sentir que uno no está sólo, que Dios está ahí y los voluntarios
intentamos recordárselo.
Hablaba despacio y pausadamente, pero se intuía que la
emoción iba en aumento, nosotras escuchábamos y en un momento determinado, las
lágrimas han aparecido, pero A.V. ha continuado con el relato de ese mal
momento de su vida, que nunca hubiera tenido que ocurrir, con una cierta
serenidad y mucha dignidad. Le he
ofrecido un pañuelo, siempre llevo unos cuantos en el bolsillo y siempre
acabamos utilizándolos, pero que duda cabe que las lágrimas limpian los ojos y
el corazón y lo endulzan. Me he acercado
a él y le he acariciado el brazo con fuerza para que supiera que no está
sólo. Quise transmitirle todo el amor
que Dios le tiene en un simple y sencillo gesto humano. Mi compañera, con muy buen acierto, le ha
dicho que Dios le quiere, incluso más cuando cometemos errores y que Él le
acompaña y le ayuda a sanar la herida y que esa paz que va encontrando aunque
él no sea consciente de ello, proviene de Dios y de la fuerza que Él le
da. A.V. dice que antes de este episodio
fue creyente y tenía convicciones, pero pienso que el día de hoy es un antes y
un después en su vida, creo que retomará su relación con Dios –que sinceramente
intuyo que nunca perdió- gracias a ese momento íntimo y sincero que acabamos de
vivir.
Nos hemos despedido y hemos deseado a
nuestros amigos que el traslado a la nueva cárcel vaya lo mejor posible. Conforme salíamos, sabiendo que nunca más
pisaré esas losas llenas de pasos sin horizontes, marcadas por el peso de
cuerpos cansados, volvía la cabeza como queriendo retener en mi memoria y,
sobre todo, en mi corazón, tanta vivencia, tanta buena experiencia y tanto amor
dado y recibido. Han sido catorce años de
crecimiento personal y espiritual y que después de todo este tiempo, muchas
cosas han cambiado en mi vida: por ejemplo, mi idea de Dios, ya no creo en ese
Dios romántico de ojos azules y buena planta de las películas de Jesús de
Nazaret de mis años de juventud; ese Dios menor ha dado paso a un Dios que ama
con pasión a cada uno de sus hijos y más a quienes han perdido el norte y han
errado cambiando de camino.
También he comprendido que, como dice el ex-obispo francés
Jacques Gaillot: “Una Iglesia que no sirve, no sirve para nada” y que como
Iglesia debemos ser bálsamo y luz en el acompañamiento del dolor humano. También he comprendido que nuestro Dios
siempre es justo y misericordioso, que Él siempre me perdona, pero también a mi
hermano y que mis faltas no son menos que las de otros. Y espero seguir creciendo, humana y
espiritualmente, junto a mis hermanos
privados de libertad. A veces en la
calle pensamos que las personas presas son ajenas a nosotros o pertenecen a
otro mundo extraño y estamos muy equivocados porque son igual a nosotros, igual
que tú y que yo, los que están dentro son nuestros padres, madres, hermanos,
hijos, primos, amigos…
Otro descubrimiento de estos años ha sido el relato de
Caín y Abel en el Génesis (Gn 4, 1-16), tantas veces lo he escuchado pero nunca
había profundizado en él, que después de matar Caín a su hermano Abel, Dios le
echa de su tierra, Caín reconoce su culpa y, el Señor, como buen Padre que es
para sus hijos, dice: “El que mate a Caín será castigado siete veces. Y el Señor puso una marca a Caín, para que no
lo matara quien lo encontrase”. Esta
parte literalmente me pone la carne de gallina. Este Dios, el que he
descubierto a lo largo de todos estos años gracias a nuestros amigos presos, es
así, es grande, como dicen los seguidores de Alá. Es más fuerte que nuestro pecado por muy
grande que éste sea. Este relato es
sencillamente… conmovedor, emocionante y nos esponja el alma.
También me viene a la mente una cita
del Evangelio en parte causante de entrar a formar parte del voluntariado de
Pastoral Penitenciaria. El relato es el
del juicio final de Mateo (Mt 25, 31-46).
En él se constata que no sólo Dios tiene preferencia por aquellos que
marginamos y excluimos (que no es lo mismo que marginados y excluidos), sino
que Jesús se identifica con los hambrientos y sedientos, los inmigrantes, los
desnudos, enfermos y encarcelados porque son Él mismo. Que amar a Dios y amar
al prójimo es lo mismo y que en el más humilde encontramos al propio Jesús y en
Jesús encontramos a Dios. Y no podemos
olvidar que Jesús estuvo preso antes de morir en la cruz, un preso como
cualquiera, con sus miedos, rechazos, soledades, esperanzas…
Pero, sin duda, el relato que más hemos
rezado, nombrado, leído y aconsejado durante todos estos años en la cárcel, es
el de la parábola del Hijo Pródigo (Lucas 15, 11-32).
Todos hemos sido, somos y seremos “hijos pródigo”,
porque en algún momento de nuestra vida, hemos abandonado la casa de nuestros
padres y hemos corrido detrás de otras voces que nos han hablado de otras
promesas atrayentes y seductoras. Pero
cuanto más nos alejamos del lugar donde habita Dios, menos somos capaces de
seguir escuchándole y nos enredamos cada vez más, buscando el amor y la
felicidad allá donde no se encuentran.
Su Padre no le obliga a quedarse en casa, le deja marchar, sabiendo el
dolor que esto traerá y todo por amor.
El hijo al perderlo todo, sintió la
soledad más profunda y vio de pronto que el camino emprendido le llevaba a la
autodestrucción. Así actúa Dios con
nosotros, con sus hijos pródigo, que por amor nos da la libertad suficiente sabiendo
que podemos abandonar el hogar, aunque Él sale cada atardecer al camino para
ver si regresamos a casa y, cuando así lo hacemos, apenas sin dejarnos hablar,
nos abraza y nos colma de besos, como sólo un padre bueno sabe hacer.
Y esto lo sabemos muy bien en la cárcel:
que Dios es más grande que nuestro pecado y nuestras miserias y no perdemos
nunca nuestra dignidad, porque esa dignidad nos viene de Dios, no de nuestros
actos. Esta es la buena noticia que
debemos proclamar.
En mi corazón han quedado fijados para siempre
tantos hombres y mujeres conocidos, queridos y llamados por su nombre, tantas
historias vividas, muchas experiencias profundas, otras divertidas, también
surrealistas, momentos de mucho dolor y confusión, también con espacios para
las buenas noticias, despedidas sin cumplir, historias con mucha carga
emocional y otras muy duras, momentos espirituales sublimes y sencillos como
han sido los bautizos, las bodas, las primeras comuniones y confirmaciones de
algunos internos, alguna que otra mordedura de lengua hasta doler, personas que
han muerto víctimas de la desesperación entre estas paredes, que no pudieron
resistir el encierro y no supimos remediar, la entrada de la gran Cruz en la
cárcel a propósito de la última Jornada de la Juventud y sobre todo la certeza
y convicción de que Dios ha caminado entre los pasillos junto a ellos y que se
reflejaba en el rostro sufriente de nuestros amigos y, por supuesto, acompañará
siempre a cada uno de ellos, también en
el nuevo centro o cuando les den la tan esperada libertad.
Y seguiremos en la cárcel vieja, en la
nueva o en el siguiente invento que el ser humano ideemos haciendo palpable que
no sabemos solucionar casi ningún problema que genera nuestra sociedad. Pero eso sí, tendremos bonitas vistas, con
olor a pintura nueva, con piscina pero sin agua, con una buena biblioteca, con
un gimnasio con muchos aparatos, por fin con ventanas a la altura de los ojos,
con mejores chabolos, con calefacción, con más talleres… y los cristianos
seguiremos pensando que lo único que puede redimir al ser humano es… el Amor,
el de Dios, por supuesto…
Paloma Pérez Muniáin
Voluntaria de Pastoral Penitenciaria
Diócesis de Pamplona
Esposa del diácono permanente Fernando
Aranaz Zuza